sábado, 6 de junio de 2015

La ciudad y el cine chileno




-Odio la gente que dice que Santiago es una mierda.
-No es tan raro que digan eso, de partida lo cruza un río lleno de caca.
-Bueno, pero Nueva York tiene ratones en el metro, y todo el mundo lo encuentra lo más cool que hay. París está pasado a meado… y todo el mundo la encuentra la ciudad más romántica del mundo.  Lo que pasa es que es imposible que un chileno encuentre lindo Santiago, son tan acomplejados.

Con este diálogo a las orillas del río Mapocho, entre los personajes de Ariel Levy y Lucy Cominetti, el director Nicolás López da inicio a Qué pena tu vida, la primera película de su exitosa trilogía. Una donde el principal escenario es la ciudad de Santiago, con sus mejores postales. “Al final… cada uno se arma su ciudad” concluye Ariel Levy.

El cine chileno, en su larga historia que acumula más de cien años de producciones, ha quedado más bien al debe a la hora de representar la ciudad de Santiago. A diferencia de grandes producciones extranjeras, que han sabido explotar la mejor, pero también la peor cara de distintas urbes, ya sea Nueva York, París, Filadelfia o Buenos Aires, el protagonismo de Santiago brilla por su ausencia.
La ciudad representa bastante, no es sólo la suma de los espacios por los que transitamos. No por nada los urbanistas la entienden como un organismo vivo. Más allá del carácter práctico, de un modo u otro moldea al carácter de sus habitantes. Así como el tono de las historias que se desenvuelven en ella. Quizás el género cinematográfico que mejor supo captar eso fue el cine negro. Género donde la ciudad pasa a ser un personaje más, que abraza y atrapa a los protagonistas. Detective y femme fatale terminan perdiéndose en un laberinto de callejones oscuros y turbios (Sin City es quizás el mejor referente de ello). Lamentablemente, este es precisamente uno de los géneros que aún no ha sido desarrollado por la cinematografía nacional. Distinto es el caso de la literatura, donde la novela negra ha sabido plasmar mucho de esta visión negativa de Santiago, como una metrópolis sucia y oscura, de corrupción y crímenes. Claro que el mundo de las letras no se ha quedado ahí a la hora de representar a la capital.
La relación, o más bien diálogo, que se da entre los espacios urbanos de nuestra gran ciudad y la literatura es un tema largo del que existen innumerables ejemplos y estudios. Ciclos como “La ciudad y las palabras” de la UC o títulos tan recurrentes como “Cuentos de barrio” nos hablan de la ya recurrente relación entre el papel impreso y los espacios públicos. Oportunidades donde se revalora y resignifica, bajo distintas miradas, ideologías o apreciaciones nuestro entorno de cotidiano. Relación que, lamentablemente, no se da con la misma fluidez que en el papel en el celuloide nacional.
En sus inicios, el cine chileno estuvo ligado más bien a historias campestres, que reafirmaban la identidad nacional. Películas como El Chacal de Nahueltoro, Ayúdeme usted, compadre, y Julio comienza en julio, de las década de los ´60 y ´70, basaron sus historias en el campo chileno. El último grumete de la Baquedano y Ardiente Paciencia, una de las pocas películas grabadas durante la dictadura, retratarían el litoral y la inmensidad del mar chileno. Producciones posteriores como La Frontera y Mi mejor enemigo, basadas en la zona austral, vendrían a confirmar una tendencia: el cine nacional es más sensible y asiduo a los paisajes naturales. Siguiendo el discurso de nuestro himno nacional y de las agencias de turismo, lo mejor de Chile parece ser su espectacular geografía. Quizás no tengamos grandes edificios como la Torre Eiffel, pero tenemos las torres del Paine en Magallanes. Quizás no tengamos un Kennedy Space Center, pero tenemos un Valle de la Luna en el norte. En suma, son las regiones, con la belleza de sus paisajes las predilectas por los realizadores nacionales como escenarios. Si en sus inicios respondía a los esfuerzos del gobierno por promover esa “copia feliz del Edén” (en palabras de la cineasta Jacqueline Mouesca, hasta los años ´60 predominaron las “convencionales vistas de los valles centrales y campos sureños como imágenes representativas invariables de una cierta concepción de la identidad nacional”), después siguió la línea de los realizadores en busca del lado más espiritual y artístico de dichos escenarios.
La ausencia de Santiago en el celuloide tradicionalmente sólo era interrumpida con una aparición utilitaria o de corte pesimista. Ya en 1960, Hernán Correa estrenaría Un viaje a Santiago. Film donde se nos muestra una capital “singularmente lúgubre, gris y desangelada”. Sin ir más lejos Mouesca y Carlos Orellana rescatarían en su libro Breve historia del cine chileno, que dicha película correspondería a “el último esfuerzo de idealización del medio rural en el cine chileno de los ´60”. Serían, de hecho, otras localidades (cuando no paisajes) las que correrían una mejor suerte en el cine nacional. Nuestra ciudad puerto es quizás el mejor ejemplo de ello. Sólo pensemos en Valparaíso, mi amor, de 1969, película en la cual el director “volcó toda su fascinación y cariño tanto por Valparaíso como por su gente”.  No sería la única realización en aprovechar los paisajes de nuestro puerto patrimonio de la humanidad, mucho más valorado que la bullida capital.
En el último tiempo, con el auge de las películas festivaleras y de cine de arte, el foco ha estado en historias más intimistas. Films como La vida de los peces, y En la cama, se basan casi en su totalidad en espacios cerrados, a la usanza de La Soga de Hitchcock. 
Y es que ese es el tipo de cine que privilegian los festivales internacionales: aquel donde se muestra la intimidad y la cotidianeidad de distintas culturas. En el dormitorio, a la hora de la once con todos los personajes sentados en la mesa, o en la sala de estar, son los lugares más recurrentes. Siempre en interiores, con un protagonismo absoluto de los dramas personales de los personajes. Hay poco espacio para los exteriores, para la gran ciudad. Estas son situaciones que siempre ocurren adentro de la casa, o en barrios periféricos. Reluciendo un poco la idea de “lo más folclórico posible”. Esto ha moldeado buena parte del cine nacional de exportación, hecho pensado para los festivales de cine extranjeros.
Cuando se trata de mostrar dramas en exteriores, se tiende a recurrir a la marginalidad. Películas como Taxi para tres, Los Debutantes y Tony Manero, nos muestran siempre el Santiago de las poblaciones, donde no hay áreas verdes, y donde viven los estratos sociales más bajos.
En el otro extremo, están las películas centradas en el sector alto de la capital, con personajes o familias acomodadas. La Nana o las comedias de Sebastián Badilla son ejemplos de ello.
Una película que representa muy bien esta tensión, entre el Santiago acomodado y el popular, es Machuca. Quizás una de las películas más entrañables de nuestro combativo cine chileno. "Es un cine que se hace cargo de una fractura- una quebrada- que divide socialmente a Chile", afirma Carolina Urrutia, autora del libro "Un cine centrífugo: ficciones chilenas 2005-2010". En el mismo texto, analiza las películas El Pejesapo y Mitómana, ambas ambientadas en los sectores vulnerables asentados a las orillas del Mapocho (al igual que Machuca). Río que "se desliza entre los planos como una fisura, una herida, una falla geográfica que divide comunas, personas, que diferencia por clases sociales. Es un paseo por la no oportunidad y por el garabato" en palabras de Urrutia.
Son muy pocos los films que nos dan una visión más armónica. Siempre es un extremo o el otro, el Santiago donde es peligroso caminar de noche, o la ciudad de edificios de mármol y cristal donde viven los empresarios. Pocos espacios hay para la clase media en el cine de un país sumamente clasista. Tampoco hay tiempo o interés por mostrar lo mejor de la ciudad.
Santiago en su momento fue llamado la “París de Sudamérica” por sus innumerables palacios afrancesados. Cosa que parece que todos hemos olvidado. La modernidad y el auge inmobiliario destruirían muchos de ellos, pero varios aún siguen en pie, y conviviendo con enormes torres de cristal (que tengamos la torre más alta de Sudamérica no es un hecho menor) que hoy más bien lo asemejan a una suerte de “Hong Kong de Sudamérica”. Lamentablemente, termina siempre predominando en el inconsciente colectivo el prejuicio de que Santiago es una ciudad gris, contaminada y deprimente. Y que lo único rescatable se encuentra arriba de Plaza Italia. Prejuicio que parece haberse colado al cine. Un cine más centrado en la crítica social que en alabar lo que tenemos.
En suma, podemos apreciar tres causas para no querer mostrar a Santiago (o por lo menos un Santiago amigable) en la pantalla grande: la tradicional predilección por los paisajes de regiones, el mayor interés por los dramas íntimos y la crítica social, y el sempiterno prejuicio de que Santiago es feo.
Son pocos los que se salen de esta tendencia, pero sus aportes son bastante rescatables. Quizás el primero en hacerlo fue Fernando Lavanderos con Y las vacas vuelan, film experimental que, desde el punto de vista de un extranjero, hace un acucioso análisis de la sociedad chilena. Al mismo tiempo que rescata lo mejor de los espacios públicos del centro de Santiago. La Plaza de Armas, el Paseo Ahumada, así como la monumental Iglesia de los Sacramentinos y el esplendoroso cerro Santa Lucía, reciben el tratamiento que se merecen como los mejores puntos de encuentro de los santiaguinos. Que mejor que estudiar a los chilenos que en sus espacios más tradicionales. No son sólo lugares de paso, o los atractivos que le mostramos a los turistas, son parte del alma criolla de nuestra ciudad, y de nosotros mismos. La película también hace un juego con la cara que mostramos en el exterior, y nuestra verdadera cara en la intimidad. No sólo desarrolla este tema de una forma sutil y notable, sino que también señala otra carencia del cine chileno vigente, aquel que está demasiado enfocado en la intimidad.
Es desde el boom de cine chileno que ha habido desde el 2010 que podemos apreciar más ejemplos de cineastas que revalorizan su ciudad. Alejandro Jorodowski, junto con rescatar lo mejor de su natal Tocopilla en La Danza de la Realidad, también aprovecha las tradicionales calles del barrio Bellavista para grabar su historia de época. Tal vez lo más destacable, es la forma en que el maestro de la sicomagia aprovechó la espectacular fachada ecléctica del museo Artequim, en una colorida secuencia que incluyó a Bastián Bodenhöfer caracterizado como el general Carlos Ibáñez del Campo.
Otro realizador, Matías Lira, convertiría en escenario de teatro al frontis del neoclásico Museo de Bellas Artes para los protagonistas su ópera prima Drama. Y en su segundo y más reciente film, El Bosque de Karadima, le sacaría provecho a la icónica Iglesia del Perpetuo Socorro. El que no le hayan dejado filmar en la iglesia del bosque original terminó favoreciéndolo. Pues la arquitectura neogótica en que transcurre buena parte de la historia, nos anuncia desde el principio que algo oscuro y turbio se esconde en dicho templo. El juego de luces y sombras, propio de la estructura de este templo, le sirve también para recalcar la presencia del mal oculta dentro de sus paredes, en especial en el carismático padre Karadima. 
Ernesto Díaz no se quedaría atrás con Mirageman. Película de súper héroes (con una estética visual muy similar a la del Spiderman de los ´70) donde el director nacional convirtió a la ciudad de Santiago en el escenario perfecto para peleas de artes marciales y la larga lucha contra el crimen de su justiciero enmascarado. Callejones, explanadas, azoteas y calles altamente concurridas cobran así la estética de un cómic o de un videojuego. Lugares que dejan de ser espacios cotidianos para convertirse en el campo de batalla de Mirageman. Superhéroe que, aunque vigile desde lo alto de un edificio la ciudad, a la usanza de Batman o Spiderman, no tiene pudor en transportarse en micro a lo largo de ésta (ojo, en una de las míticas micros amarillas). Más adelante, con films como Santiago violenta y Tráiganme la cabeza de la mujer metralleta, reafirmaría que Santiago es una ciudad ideal para las películas de acción.
Pero quizás el director al cual Santiago le debe más en lo que refiere a promover su imagen es Nicolás López. Y es que ha sido una constante a lo largo de su trayectoria el uso de las mejores postales y espacios públicos de Santiago. Su última película, Fuerzas Especiales, parte con una divertida secuencia en el inconfundible barrio Concha y Toro. Y su trilogía de Qué pena… se caracteriza por el uso de impecables tomas y panorámicas de la capital, tomas que permiten desmentir el prejuicio de que Santiago es feo.  Qué pena tu vida pareciera desarrollarse con una bonita metáfora: así como los santiaguinos no aprecian su propia ciudad, Javier (Ariel Levy), el protagonista, no aprecia su propia vida. Idea que se revierte hacia el final del film, cuando Javier repite su reflexión, otra vez ante la rivera del Mapocho, pero ahora junto a Ángela (Andrea Velasco), su nueva novia. La cual termina concordando con él. “Cómo no me va a gustar Santiago, aquí está mi vida, aquí está mi familia, mis amigos… tú” afirma Ángela.
Qué mejor interrelación, ciudad y protagonista son uno solo.

Fuentes: 

- Jacqueline Mouesca y Carlos Orellana. (2010). Breve historia del cine chileno. Chile: LOM Ediciones, p.110. 

Carolina Urrutia (2013). Un cine centrífugo: ficciones chilenas 2005-2010. Editorial Cuarto Propio, p. 67. 

- Cine Chile: la enciclopedia del cine chileno: http://cinechile.cl/

1 comentario:

  1. Las peliculas latinoamericanas siempre han sido de transmitir emociones que hacen ver desde otro punto las perspectivas de las cosas a las personas que las miran, desde la parte sentimental hasta la parte de superación personal, estas obras de arte que realizan las personas profesionales en este rango, es admirable, amo el cine y a latinoamerica.

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