Pueblo de indígenas
Con un estremeciendo en el alma que nunca antes había
sentido, he visto la verdad. Con una acongojada consciencia he buscado el origen
hiperbóreo de nuestra raza. Presencié con rabia e impotencia y, por supuesto,
desilusión, tanto la matanza del seguro obrero, donde cayeron tantos de
nuestros camaradas nacionalsocialistas, como el hundimiento del Tercer Reich.
Hoy nada de eso me acongoja. Sé mucho más que antes, mi experiencia me ha
calmado mis tribulaciones y me ha abierto los ojos a un nuevo mundo. Uno que no
se rige por las ilusiones y golems judaicos, ni se cree las fachadas que dejó
el avatara de nuestro Führer poco antes de ascender. De
literalmente ascender.
En los pueblos de América del sur he visto la huella de
nuestros fundadores arios. De los viajeros vikingos, hiperbóreos y reyes arios
que fundaron todas las grandes civilizaciones conocidas. En sus inicios, como
todos, me avergonzaba el saber que desciendo, al igual que mis compatriotas, de
unos indios descalzos, negros y primitivos. Hoy sé que no podía estar más
equivocado. Me aferro a mi sangre visigoda
(goda, viene de la palabra “Dios”) y a mi sangre araucana con la misma
fuerza. Como diría nuestro ilustre genio médico, don Nicolás Palacios, esa es
la mezcla de sangre que desembocó en esta raza sin igual.