Cuenta el mito, que en un principio Dios creo
al hombre. Dispuso ante él un mundo y una bolsa de testosterona, cual bolsa de
oro, con la que se le ofrecían dos posibles caminos: uno era llevar una sana
vida sexual con una mujer, y la otra la violencia. El resto es historia.
Una parábola como la anterior no se aleja mucho
de los móviles político-sexuales que tuvieron muchos de los grandes procesos
del siglo veinte. No hay que ser un genio para darse cuenta que, en la
práctica, todas las ideologías totalitarias no fueron más que una excusa
inventada por el ser humano para matar gente, con intenciones y resultados
dispares.
Recuerdo que fue cuando leí la novela “Mala
Onda” de Alberto Fuguet, donde una excéntrica profesora de lenguaje, un tanto
obsesionada con el sexo en su dimensión más analítica, llegaría a comentar, a
propósito de una vieja película alemana, que “el nazismo no hizo más que
canalizar los deseos sexuales reprimidos del pueblo alemán”. De ahí en adelante
que al ver a un general obsesionado con la guerra, no dejo de pensar en la
escasa, frustrada o simplemente nula vida íntima que debe mantener en tiempos
de paz. Tal y como Stanley Kubrick contó astutamente en uno de sus primeros éxitos:
Dr Strangelvoe, or how I learned to stop
worrying and love de bomb. Donde la premisa era bastante sutil: un general
trastornado con la idea de proteger sus “preciosos fluidos corporales” de los
rusos, inicia la tercera guerra mundial. Siendo los misiles nucleares nada más
que la sustitución freudiana que realizan los militares del miembro fálico
(quedó para la posteridad la famosa escena en que el texano mayor T. J. Kong se
lanzaba junto con el misil, riendo y agitando su sombrero, cual vaquero domando
a su caballo, o, porqué no, a su mujer), y el hongo nuclear otra forma de
representar el orgasmo.