El 11 de septiembre debía ser el día definitivo. El día de
la furia, de la muerte, de la destrucción total. Y así fue. Quedaría impreso
con hierro caliente en la memoria de los chilenos. O al menos de los que
sobrevivieron. Algunos le echan la culpa al cacique Michimalonko, y a la
maldición que arrojó sobre Santiago el 11 de septiembre de 1541. Día en que si
bien casi lo logra, no consiguió acabar con esa “maldita ciudad” y su detestable
colonos, traídos por el loco de Pedro de Valdivia. Sería esa misma fecha, pero
siglos después, que los dioses y pillanes de la tierra escucharían sus
palabras.
Primero fue el golpe de Estado, temprano en la mañana del
once de septiembre de 1973. El ejército polarizado, se dividió en dos
facciones, y se enfrentó en una cruenta guerra civil. Nadie quedó indiferente,
todo el país se movilizó para masacrarse entre sí.
Coincidiría que ese mismo día, a las tres de la tarde, el megaterremoto
más poderoso en la historia del planeta, sacudiría Chile. Se dice que el
epicentro fue en La Moneda misma, con una intensidad de 9,9 grados Richter.
Con un país devastado, y una situación diplomática precaria,
los países vecinos aprovecharon la oportunidad. Fue así que una rápida alianza,
conformada por Perú, Bolivia y Argentina, atacó Chile por todos los frentes
para las 19:00. Mientras los vecinos incaicos engullían el norte grande, la
fuerza aérea argentina bombardeaba y hacía trizas Santiago, y sus tropas penetraban
por el extremo austral.
Más o menos al mismo tiempo, el mar respondió a la
intensidad del sismo, lanzando un tsunami que barrió con toda la costa central
chilena. Ya para entonces no había electricidad en ninguna parte del país. Lo
precario de las comunicaciones hizo que una flota de submarinos soviéticos, fondeados
en las cercanías de la Antártica, confundiera la situación con un ataque aliado
de los americanos, lo que los hizo responder desembarcando en Puerto Montt a
las 21:00. Había que apoyar a los compañeros chilenos en su lucha contra el
capitalismo. Los norteamericanos no tardaron en reaccionar, y mandaron un
portaaviones a Valparaíso. Durante la noche llegarían más refuerzos de ambos
bandos.
Tropas allendistas, pinochetistas, peruanas, bolivianas,
argentinas, rusas y estadounidenses, se pelearon en una confusa guerra total
que devastó todo Chile entre Arica y Puerto Montt. Mientras, la noche era
iluminada por el volcán Maipo en Santiago, cuya erupción derivaba directamente
de la actividad telúrica. La lava desintegró lo poco que quedaba de la capital.
Un escenario similar se vivió en el sur con el volcán Chaitén.
Ya para cuando volvió a salir el sol no quedaba nada. A las
12:00 PM del día siguiente Chile sólo era un mal recuerdo. El norte, desde
Arica a La Serena se lo repartieron Perú y Bolivia. El sur, desde Temuco a la Antártica
pasó a ser argentino (lo que convertiría, a la larga, a estos tres países en
potencias regionales). La zona central quedó como un protectorado
norteamericano, con capital en Valparaíso. Pero los soviéticos lograron retener
un enclave, conformado por Concepción y Talcahuano.
Se cuenta que los norteamericanos no tenían intención alguna
en reconstruir. No valía la pena, el valor económico que le restaba a esa corta
y angosta franja de tierra era mínimo (la pesca no era una opción, tras el
tsunami. Tampoco la agricultura o la siembra de vino con los estragos de la
guerra y el terremoto). Se cuenta que cuando mandaron al primer pelotón a
Santiago a izar la bandera yankee, entraron a un auténtico agujero de hollín.
La Moneda había sido literalmente tragada por una grieta en el piso, por lo que
montaron la bandera a la rápida en el cerro Santa Lucía, mismo lugar donde
Valdivia la izara por primera vez cuatrocientos años atrás. No fue más que un
trámite, puesto que el valle de Santiago quedó para la realización de pruebas
de bombas atómicas. Lo que eliminó hasta el último escombro y mal recuerdo de
la conflagración y de esa triste ciudad.
El resto del protectorado quedó como un campo militar
gigantesco para entrenamiento de soldados americanos. Una especie de Guantámo
austral y a campo abierto.
No era mucho lo que se podía hacer. Nadie quería hacerse
cargo de la destrucción más absoluta. Mucho menos recordar ese sanguinario día
en que toda la ruina y destrucción de una larga guerra quedó condensada en una
sola, intensa e infernal jornada. Los pocos sobrevivientes emigraron al
extranjero. La mayoría a países europeos, donde comenzaron nuevas vidas. Todos
estudiaron en la universidad, o se convirtieron en ricos empresarios. Todos
siguieron, felices, con sus vidas. Nadie hablaba de ese accidente de país que
alguna vez fue Chile. Los chilenos se
convirtieron en una raza de exiliados.
De apátridas como los gitanos, pero sin memoria de una tierra anterior.
Era mejor así, ni la naturaleza, ni sus vecinos, ni la
guerra fría querían que Chile existiese. Era sólo el capricho de un español en
busca de gloria de apellido Valdivia, sólo el error que el cacique Michimalonko
no pudo corregir.
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