miércoles, 27 de agosto de 2014

Cuento: La Española

La Española

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”
Juan 6:54

Los suspiros guturales se escuchaban desde el otro extremo del pasillo. El capitán le pisaba los talones al Padre San Juan, a medida que avanzaban temerosos por el estrecho y poco iluminado pasaje. Cada madera que pisaban chirriaba de forma exagerada, pero el ser que los esperaba en la habitación de al fondo parecía indiferente a estos ruidos. En realidad era indiferente a las cadenas y a todo su sufrimiento en el mundo terrenal. Su dolor venía de mucho más allá, de las profundidades insondables de abismos demoniacos. Con sus animalescos aullidos y voz inhumana, los dos hombres de Fe sentían con toda claridad las maldiciones del infierno retumbar en sus cristianos oídos. El padre se persignó dos veces al estar a sólo tres pasos del umbral. Retrocedió bruscamente cuando la criatura agitó las cadenas de forma tan ruda y explosiva que saco chirridos de desencaje de las tablas. El capitán lo calmó, echó un vistazo.
-          Sigue encadenado. Entremos- susurró.


***

El Capitán Villarroel tenía miedo. No tenía caso negarlo. Tanto como San Juan. Ni éste último tenía muy claro lo que debía hacer. Cómo demonios llegué a esto, cavilaba una y otra vez. En sus veinte años de servicio a la armada imperial, con todos sus gajes y altibajos, no recordaba una situación tan al límite. Y es que a ninguna generación de la escuela naval les enseñaron a lidiar con el infierno mismo.
Ese era precisamente el destino que había apresado al Capitán y sus Hombres: El Infierno, el mismísimo Hades. No había otro nombre para describir a ese lugar, que en los mapas convencionales, esos que aún incluyen dragones, serpientes y demases monstruos marinos en sus cartas de navegación, figura como la isla de La Española. Antigua adquisición colonial que le diera tanta fortuna a la Madre España. Claro que las cosas habían cambiado.
Corrían vientos de cambios en las aguas de Europa y las Américas. Mientras los aliados franceses se guillotinaban entre sí, en el caribe, en Saint-Domingue (porción oriental de La Española, cedida por el imperio a Francia) los esclavos negros aprovechaban la confusión republicana, y esas disparatadas ideas de igualdad y libertad, para rebelarse contra sus amos blancos. Que los superaran en número de diez a uno contribuyó bastante. Ni las tropas del cerdo chaparro de Bonaparte pudieron contenerlos, y los rebeldes terminaron proclamando la “República Negra de Haití”. Un duro golpe para Francia, y para la esclavitud en todo el mundo.
No contentos con eso, los endemoniados negros expandieron su revuelta más allá de las sierras montañosas que los separaban de los dominios hispanos. Lograron conquistar el Santo Domingo Oriental allá por 1822. Habían pasado tres años desde eso, y prácticamente no se sabía más de la isla. Los negros y las grandes potencias se encargaron de cortar toda conexión con el mundo exterior. Sólo se sabía que esos bárbaros ni siquiera habían liberado a los esclavos dominicanos, como prometían. Sino que se dedicaban a saquear la comida de los dominicanos, a masacrar a los blancos, y obligaban a todos en la isla a hablar su vulgar e inentendible idioma, que poco y nada respetaba del francés tradicional.
Ese era el escenario con que los hombres de bandera cruzada surcaban en el Silvestre Segundo, antiguo y veloz galeón de Villarroel, las aguas centroamericanas. El capitán, un hombre alto, de cabello castaño y complexión fuerte, llevaba más de dos décadas de experiencia sobre los hombros, y sabía a lo que se enfrentaba. O al menos creía saberlo. Su misión no era reconquistar, sino simplemente hacer un reconocimiento del terreno. Claro que el capitán vasco no necesitaba mayores razones para escarmentar él mismo a esos negruscos altaneros.
- Capitán, estamos a menos de una legua de La Española ¿ordeno subir las velas?- le consultó un marino joven, moreno y de acento andaluz al capitán, quien oteaba el horizonte desde la proa con una impávida expresión.
- Hágalo, y mande a un grumete con catalejo a acompañar a Sánchez allá arriba. Extrañamente no se ve nada, Carbacho. 
-A la orden, mi capitán.
Carbacho era el primer oficial del barco, uno de los más jóvenes de la marina imperial. No tuvo tiempo de comentarle su sorpresa al capitán por lo repentino de la neblina. Algo inusual para esas aguas. En pocos minutos la embarcación se vio abrazada por gruesos borbotones de nubes. Villarroel procuró no darle importancia. La nave hacía muy poco que había surcado las aguas de una isla de nombre “Niebla” donde se daba un fenómeno similar, próxima a una lejana ciudad llamada Valdivia. Claro que el clima era totalmente distinto entre ambas latitudes.
Fuera como fuera, Haití recibió a los marineros envuelta en un halo de nubes y de misterio. Un mal presentimiento le erizó la piel a distintos grumetes. Villarroel lo notó en cuanto dos fulanos que trapeaban el piso (uno con escoba, y el otro de rodillas con una esponja) se paralizaron ante la imagen de la intimidante isla.  
-¿Piensan pintar el paisaje o qué? ¡Vuelvan a trabajar, caramba!- les espetó Villarroel sacándolos de su trance.
“Sí, mi capitán” contestaron al unísono. Virrarroel se dirigió a su camarote, y el Padre San Juan lo interceptó a mitad de la cubierta.
-Dicen por ahí que un cristiano trabaja mejor cuando se le trata mejor- dijo, con su clásica sonrisa.
-Esas cursilerías funcionan en su iglesia, padre. Un barco se comanda con mano dura. ¿Vio las caras de esos infelices? ¡Si dejo que los asuste una simple niebla, entonces qué debemos esperar para la batalla!
-Es más que la niebla. Este extraño clima podría ser una señal. Llámalo intuición, hijo, pero algo me dice que este lugar está fuera de la mano de Dios.
-No me diga. Por eso yo soy un hombre de armas y usted un hombre de Fe.
-No olvides que también soy un soldado de Cristo- se defendió el padre-. Además, dadas las circunstancias les hará falta un hombre que domine el francés. Y que le devuelva algo de fe a los isleños aislados por la guerra.
-Descuide, habrá tiempo para eso cuando recuperemos Santa Domingo- le tranquilizó, al tiempo que se sentaba en su escritorio.
-Hay demasiada soberbia en tu voz, hijo. El exceso de confianza puede ser el pecado que nos lleve a la perdición…
-¡Ningún exceso, padre! La derrota no es una opción. Estos mares todavía son de los castellanos, y así seguirá hasta el día de La Revelación.
Al odio que irradiaban sus ojos con esa última sentencia, se sumó una columna irradiada por un grueso puro cubano, encendido en un rápido gesto por el capitán. Al padre le pareció un gesto casi obsceno, y por un segundo se sintió en presencia de belcebú. Dejó sólo al capitán, refunfuñando y revisando sus mapas.
Reconquistar la isla no parecía difícil a primera vista. La movida invasora de los negros tenía el objetivo de protegerlos de expediciones europeas como la que encabezaba Villarroel. La isla estaba totalmente desconectada del resto del mundo, no eran muchas las certezas que se tenían de ella. Sólo que su población pasaba hambre y sufría bajo el control del ejército haitiano. Una sublevación popular estallaría en cualquier momento, y debía sintonizar rápidamente con las fuerzas españolas.
La derrota no era concebible para Villarroel. Había visto al imperio español desplomarse en una década, sin importar la sangre y sudor que el militar vasco había vertido en Caracas, y luego en Lima. Con la Restauración, Europa parecía volver a la normalidad, tras el caos revolucionario y napoleónico, y España debía retomar su lugar como potencia.
-No más derrotas, no más- murmuró, dejando caer un poco de tabaco sobre al mapa.
Lo limpió con su mano izquierda, y aprovechó de contar las cicatrices y los dedos que le faltaban. Un mal recuerdo del frío de la sierra peruana. Esa derrota se había llevado mucho más que dos de sus dedos y la argolla que llevaba puesta.

La embarcación estaba guarnecida tras un roquerío a menos de cien metros de la costa. El lugar era cavernoso, e ideal para esconder botines, como habían hecho en varias ocasiones los bucaneros. Les daba una panorámica de la costa dominicana, por lo mismo se dispuso que un grumete haría vigilancia oculto entre malezas en la parte superior del roquerío. No había forma de que los atacaran por sorpresa. A parte de los negros, tras la lúgubre neblina acechaban siempre los piratas, los mercenarios, los corsarios y, por supuesto, los eternos enemigos de los reyes católicos: los británicos.
Por ello el Silvestre Segundo estaba armado hasta los dientes y siempre listo para atacar, según las palabras de su capitán. Para lo cual, había ordenado arriar las velas y tener todos los cañones por ambos lados listos para disparar. “Y con usted a bordo, nos aseguramos al Dios verdadero y todopoderoso de nuestro lado, padre. Nuestra arma más letal” le comentaría con una leve sonrisa (algo raro en su semblante) al padre San Juan.
-El pueblo se llama San Lázaro. Está a muy pocos kilómetros de la frontera con Haití. Fue de los primeros que atacaron los negros- le indicaba al religioso y a Carbacho, usando una lupa para ampliar la imagen del mapa sobre su escritorio-. Todo indica, y los reportes del vigía lo afirman así, que está totalmente deshabitado. Enviaré una expedición a corroborarlo, de ser cierto, podremos usarlo como fuerte.
-Desde la proa se alcanza a ver el monasterio jesuita, capitán- le señaló San Juan- sería ideal que ubicáramos allí a un vigía. Y si tenemos suerte, encontraremos a los religiosos allí todavía.
-Crucemos los dedos- contestó, mientras enrollaba el mapa- es por eso que usted y tres de mis hombres vendrán con migo.
-¡Capitán! ¡Capitán Villarroel!- llegó gritando un grumete.
-¿Qué ocurre, hombre?- le espetó, sin inmutarse.
-Encontramos algo… tienen que ver esto.
El capitán y el padre se miraron un instante antes de acompañarlo. El marinero los llevó hasta el centro de la cubierta, donde los marineros se habían agrupado en torno del contenido que habían subido dos de los marineros. Villarroel se hizo paso a punta de codazos hasta tener a sus pies a un bulto de algas y pelos que demoró en identificar como un hombre.
Temblaba y temblaba de forma espasmódica. Era viejo, huesudo, y desnutrido. Tenía el rostro arrugado como pasa, cubierto por la barba, y el cuerpo lleno de cicatrices y heridas aún abiertas. Estaba envuelto en una vieja y húmeda tela de la que sólo quedaban estropajos. En los muslos y la cintura estaba más bien afirmada por nudos de hilachas. Y sobre ella, todo un envoltorio de algas, e incluso lapas y otros moluscos se adherían a su piel.
-¿Dónde encontraron a este esperpento?
-En la caverna. En un rincón lleno de algas, estaba  acurrucado junto a un esqueleto. Pensamos que también estaba muerto, hasta que nos acercamos, y comenzó a respirar.
-¡Este hombre necesita un doctor!- ordenó el capitán, mientras muchos marineros aún seguían en shock por la espectral imagen- ¡Traigan a Pérez inmediatamente!
Una vez que se llevaron al hombre a un camarote, la multitud se disipó, y Villarroel se dirigió al marino que le había anunciado el hallazgo.
-Usted, ¿cómo se llama, marinero?
-Sargento Ismael Núñez, señor.
-Núñez, ponga a dos hombres armados a vigilar a ese tipo, no vaya a ser un espía. Y usted, viene con nosotros a la isla.
-Sí, capitán.
El pequeño bote en que partieran los cinco hombres debió abrirse paso entre insondables nubles para llegar a la costa dominicana. Tanta era la desorientación, que Villarroel se valió de brújula y catalejo para orientar a los remeros.
Ya a pocos metros de la costa podían distinguir a la ciudad. En su momento, fue un puerto de bastante importancia. El Monasterio se erguía a un costado de la urbe, en la cima de un pequeño cerro como un faro o un gigante vigilante. Un poco más abajo estaba la gobernación, el edificio más elegante que se vislumbraba, de estilo neoclásico. Le seguían un par de palacios de bastante elegancia, y un centenar de negocios y edificios de mediano tamaño repartidos por distintos lugares.
Ni una sola alma se percibía en ese pueblo fantasma. Ya en la playa, la expedición pudo distinguir las inconfundibles huellas de un ataque invasor: edificios consumidos por el fuego; cenizas, espadas y rifles olvidados; todas las puertas de casas y edificios estaban abiertas; y había basura de escombros y especias  repartida por las calles. Algunas cosillas que los saqueadores olvidaron en medio del caos se distinguían entre los escombros, como bastones de oro y distintas joyas. Villarroel persuadió a sus hombres de ponerse a escarbar como viles saqueadores. Eran libertadores, hombres de la corona, no piratas, decía. Eso no impidió que Núñez se echara disimuladamente algunas cosillas al bolsillo.
Tras comprobar lo vacío de las edificaciones, se dirigieron a la gobernación, al centro de la ciudad. Las palmeras caídas y algas a mitad de la avenida principal les indicaban que un huracán también se había hecho sentir en el tiempo que la ciudad estuvo desocupada.
Al entrar en la gobernación, atestada de telarañas y a oscuras, los españoles tenían toda la sensación de estar entrando en una mansión embrujada.
El capitán iba siempre adelante, con una mano lista para desenvainar y la otra en la funda de la pistola. Tras atravesar un par de habitaciones completamente vacías y polvorientas entraron a la nave central. Un aura espectral se cernía sobre la atmósfera de la sala. No estaba vacía, sino llena de muebles cubiertos por sábanas blancas. A pesar de los amplios ventanales como de iglesia gótica, el polvo y las palmeras en el exterior obstruían bastante la luz, y las telarañas caían del candelabro de ocho brazos que colgaba a varios metros sobre sus cabezas.
-¡Capitán!- exclamó Núñez.
El sargento había descubierto un cuerpo inerte tirado en el rincón del sudoeste. Sin lugar a dudas estaba muerto. Se trataba de un negro vestido sólo con unos pantalones cortos. Estaba boca abajo, fue al darlo vuelta que se les revolvió el estómago a los expedicionarios.
-¡Dios mío!- suspiró San Juan.
Su piel estaba grisácea y reseca. Congelada en algún punto entre la putrefacción y la momificación. La expresión de su rostro era lo más aterrador: su rostro estaba petrificado en un grito de terror. Desesperado y exasperante. Las arterias petrificadas se tensaban contra la piel a ambos lados del cuello. Sus ojos estaban abiertos, sin iris ni pupila.
El padre se santiguó, y se acercó para cerrarle los ojos, se detuvo cuando se percató que su mano izquierda apuntaba a una rendija en el piso. Se acercó, y tras un leve esfuerzo logró abrir la compuerta de madera. En un espacio de medio metro a cada lado, conducía a un túnel totalmente oscuro bajo el piso del palacio.
-Ustedes dos se quedan, San Juan, Núñez y yo bajaremos- ordenó el capitán.
El piso era de tierra y las paredes de ladrillos. Allí abajo encontraron antorchas, las encendieron y se le entregó una a cada uno. A paso lento, avanzaron por el túnel.
-A juzgar por el polvo, se diría que originalmente había un mueble sobre esa rendija-pensó el capitán, quien iba delante de los tres, con su antorcha- Este túnel debió ser un secreto hasta antes de la invasión.
-Seguramente lo construyeron los jesuitas- dijo San Juan, quien iba atrás-. Avanzamos hacia el norte, diría que conduce hacia el monasterio. Los jesuitas usaron estos túneles para esconderse tras la expulsión de América el siglo pasado.
-Recemos porque no nos esperen más muertos aquí, padre- agregó Núñez, en un tono sumiso.
-No diga tonterías, Núñez- dijo Villarroel- no hay que temerle a los muertos. Los vivos suelen ser mucho más peligrosos.
-Yo sólo digo que hay que ser respetuoso de su memoria, capitán. Lo último que quiero es profanar una tumba. Las tumbas son sagradas.
-¿A qué le teme, que despertemos a unos esqueletos y nos pidan que no hagamos ruido?- se burló Villarroel.
-He visto cosas extrañas, capitán. Cuando estuve en las catacumbas de París, al final de las guerras napoleónicas, escuché cosas. Oí voces, y ruidos de entre los muertos. Y yo no fui el único. Si conociera las leyendas entorno a ese lugar tendría escalofríos.
-Puras patrañas. Lo único que desenterraremos de estos parajes será la antigua gloria de España. Después de este agujero, viene la isla entera, Núñez. Hágase la idea. Y luego más de las antiguas colonias.
-Con todo respeto, capitán. Pero dudo que eso sea realizable. El imperio español es historia, está muerto, y no hay quien lo vuelva a la vida.
-Pues este es un muerto que vamos a resucitar- desafió el capitán.  
-Temo que debo darle la razón a Núñez, capitán- interrumpió el padre- el único que ha vuelto de entre los muertos, dejó este mundo hace mil ochocientos años. Y nadie repetirá esa hazaña hasta el día del juicio.
No imaginaba cuan equivocado estaba.
Villarroel estaba a punto de responder, cuando un gutural gruñido hizo a los tres hombres detenerse en seco. El sonido provenía del fondo de la cueva. Daba la impresión de que un animal salvaje los esperaba entre las tinieblas. Sintieron algo arrastrarse, unas rocas crujir. El capitán Villarroel desenvainó su espada. “¡Quién anda ahí!” gritó a la oscuridad. No recibió respuesta alguna. Sólo una larga pausa antes de percibir el siguiente sonido. Una agitada respiración. Núñez sostenía temblando su espada. Mientras que San Juan, armado sólo con su sotana y su crucifijo, esperaba. En silencio, y rezando un ave maría.
La quietud de la caverna fue rota cuando súbitamente un ser se lanzó como gacela contra los españoles, profiriendo bramidos animalescos. Se abalanzó contra Núñez, quien fue arrojado contra el piso mientras el monstruo lo atacaba. Villarroel soltó la antorcha y le enterró con ambas manos su sable al ser. Le dio profundos y largos cortes. La criatura sólo reaccionó al cuarto. Se volteó al capitán, y éste pudo verla claramente: no era un hombre, era un monstruo. Sus miembros eran más largos y flacos de lo normal. Era casi como un simio, pero de piel gris. Su rostro era horrendo, deformado y con colmillos. De su boca derrochaba saliva y sangre. Su cabeza era calva, y sus ojos completamente negros, como los de un gato.
Pegó un grito, agudo y espectral, más poderoso que el más fiero de los leones. Su aliento era putrefacto, las peores fragancias del campo de batalla brotaron de su enorme quijada y salpicaron una pegajosa y viscosa saliva contra el capitán. Éste retrocedió unos pasos, soltó su sable y desenfundó su pistola. El ser saltó contra él, pero tres balas lo alcanzaron en el aire, dejándole un hoyo que atravesaba en dos su tórax.
Quedó rendido en el piso, retorciéndose como epiléptico.
-¡¡Madre de Dios!!
Fue lo único que el padre, casi en shock, acertó a decir. El capitán recogió su espada, e hizo un gesto para que le ayudara a levantar a Núñez. Estaba aturdido por el golpe, y con el hombro sangrando a borbotones. Entre los dos, lo cargaron y se alejaron lo más rápido posible de esa criatura.
Tras retroceder a la salida, los dos marineros que los aguardaban ayudaron a subir el cuerpo del herido. El padre cerró inmediatamente la compuerta, y arrastró una mesa para cubrirla.
-¡Qué ocurrió, capitán! Escuché gritos allá abajo- preguntó uno de ellos en cuanto subieron a Núñez.
-Jamás me lo creería, tenemos que irnos de aquí inmediatamente- dicho esto, Villarroel se estremeció. Se había apoyado sobre uno de los muebles cubiertos por sábanas, y al palparla y correrla un poco, descubrió que estaba tocando la pierna azulada de un muerto.
Retiró la sábana. Encontró un muerto en las mismas condiciones que el primer negro. Retiró otra, y revisó bajo una tercera sábana. El mismo contenido.
-Dios mío, ¡No son muebles, son cuerpos!
Su horror no terminó allí, pues las sábanas comenzaron a moverse. Algunos estaban acostados sobre el piso, otros sobre mesas, y otros estuvieron de pie todo el tiempo, pasando a primera vista por closets o lámparas. Pero el caso es que todos los muertos se desperezaron y avanzaron, gimiendo y arrastrando los pies, hacia los visitantes.
Los dos marineros aún en pie sacaron sus espadas, pero el capitán sólo sacó su revólver y disparó. Los impactos daban en cuellos, cabezas, estómagos y piernas, pero los seres no se detenían. Varios a medidas que avanzaban dejaban a las sábanas caerse, y pudieron verlos en detalle: eran más feos que el primer cuerpo, algunos eran masas informes de piel y hueso que se arrastraban por el piso; otros literalmente calaveras, amarradas por tendones a cuerpos carnosos y descompuestos, con dos masas blancas dentro de las cavidades de los ojos. Pero la mayoría eran cuerpos de negros que habían dejado atrás hacia mucho tiempo el tono oscuro de su piel: ahora oscilaba entre el grisáceo y el azulado. Algunos calvos, otros con matas de cabello donde convivían insectos y cucarachas. Sus labios estaban inflamados y colgantes. Su expresión era la de un ser perdido, sin emociones, un autómata que sólo buscaba saciar su hambre.
Todos arrastraban sus pies. Cabizbajos y lentos, rodearon a los españoles. El primer cuerpo que habían descubierto se aferraba ahora a la bota del padre, quien la mordía salvajemente. San Juan reaccionó pateando al cuerpo del ser reanimado para zafarse.
Acorralados y sin saber qué hacer, otro horror los sorprendió. Fuertes golpes surgieron por debajo de la compuerta, hasta que finalmente logró emerger de las tinieblas del subterráneo el monstruo que atacó a Núñez.  

Rodeados por todos lados, con los muertos vivientes acercándose a paso lento y los ojos clavados en los intrusos, y el monstruo rugiendo furiosamente tras de ellos, los españoles se sintieron totalmente acorralados.
La criatura aún exhibía el agujero que atravesaba su pecho, a la altura de su corazón. Pegó otro inhumano alarido y los muertos vivientes retrocedieron. Dos de ellos ya estaban forcejeando con los dos grumetes en pie, pero estos los soltaron rápidamente ante el bestial alarido. Claramente seguían las órdenes de ese monstruo, y éste quería su presa para él sólo.
Se acercó lentamente, riendo y babeando. Los españoles retrocedían, sin poder creer lo que sus ojos veían. El capitán se percató de que la criatura no sólo jugaba con ellos: si se movía lento era porque aún cojeaba de su pierna izquierda. Los sablazos que le profirió no habían sido en vano.
Observó disimuladamente a su alrededor. Era un hombre de armas y sabía sacarle provecho estratégico a su entorno, aún en las peores condiciones. Fraguó en su cabeza una posible salida, su única esperanza. “Cuando de la orden, saltarán lejos” le susurró a sus hombres. Siguió retrocediendo con los demás. Los muertos le hacían espacio a la presa del monstruo. Se ubicaron en círculo, en torno a lo que iba a ser un auténtico circo romano. Ya estaban prácticamente al centro del hall, justo lo que necesitaba el capitán, cuando el monstruo pegó un salto de jaguar en dirección a sus víctimas.
-          ¡¡Ya!!- gritó el capitán.
Con un rápido movimiento, sacó su revólver y disparó a la cadena que sostenía el enorme candelabro en el techo. Saltó a su derecha junto con dos de sus hombres, mientras que el padre saltó a su izquierda. Cuando el monstruo volvió a tocar el piso, una araña de candelabros lo aplastó, levanto todo el polvo de la sala, y rompiendo las tablas del piso a su paso.
A los hombres les tomó unos instantes reorientarse. El polvo demoró en disiparse, pero el monstruo no dejó de emitir alaridos. Cuando recuperaron la visión, lo distinguieron claramente retorciéndose entre los escombros. El capitán se incorporó rápidamente y dio la orden de disparar. Él y los otros dos grumetes dispararon todo su arsenal contra el monstruo apresado hasta agotar sus balas. Cuando Villarroel comprobó que el gatillo ya no disparaba nada, tiro el revólver al piso y desenvainó nuevamente su espada. Se acercó decidido al monstruo. Su rostro estaba aún más deforme por la rabia y las heridas proferidas, y se tensó aún más cuando el Capitán Villarroel le amputó su brazo izquierdo.  
Hecho el corte, el monstruo estalló en ira y rompió todos los fierros del candelabro que lo apresaban. Con su brazo bueno golpeó de forma tan poderosa al capitán contra su vientre que lo lanzó varios metros contra la pared izquierda de la sala. Villarroel cayó contra un mueble cubierto por sábanas (ese resultó ser un auténtico mueble). El impacto lo desmoronó, desparramando su contenido: platos rotos, copas, botellas vacías, pequeñas bolsas selladas, biblias y cruces de distintos tamaños.
El monstruo se dirigió tambaleando, pero aún jadeante y furioso, sobre el capitán Villarroel. De su brazo amputado no brotaba sangre, sino que goteaba un líquido verdoso, espeso y de olor inmundo. Con la mano derecha agarró al aturdido capitán por el cuello. Sin ninguna dificultad, lo sostuvo a veinte centímetros del piso. El capitán pataleaba y luchaba por respirar, mientras que el monstruo lo sostenía con su brazo firme y decidido. Lo sopesaba, contemplaba a ese pequeño e indefenso mortal. Despidió una risa maliciosa, y luego abrió sus fauces de par en par, acercando sus colmillos al cuello del capitán.
La bestia se detuvo en seco, repentinamente. Sus ojos oscuros parecía que se habían nublado. Soltó al capitán, quien cayó rendido al piso, recuperando el aire. Miró hacia arriba: el agujero del corazón de la bestia había sido atravesado por una especie de estaca. Se puso de rodillas, y cayó rendido contra el piso.
Villarroel se alejó para que el monstruo no se desplomara sobre él. Entonces pudo ver quién estaba detrás: el padre San Juan. Sobre la espalda de la criatura se erguía, cual bandera, una gruesa cruz cristiana, de medio metro de alto. La estocada que le acertó el religioso resultó ser el golpe de gracia definitivo. Nunca supieron si fue debido al poder de Dios que representaba, o a que el corazón de esas criaturas aún latía como órgano de mortal. Nadie sabía.
-          ¿Está bien?- preguntó el padre San Juan al capitán, al tiempo que le ofrecía su mano.
Respondió afirmativamente con la cabeza, y dejó que el padre lo ayudara a levantarse. Los españoles se reagruparon, al mismo tiempo que los muertos vivientes retomaban la iniciativa. Aún con la adrenalina en sus venas, el capitán agarró un fierro del candelabro y no titubeó en comprobar lo fácil que era repeler a los reanimados golpeándolos con un objeto contundente. Cargaron a Núñez (quién habían dejado olvidado en el piso en medio de la confusión, por fortuna los muertos no se le acercaron), rompieron uno de los cristales, y salieron de ese endemoniado edificio. 
Trotando suavemente regresaron a la playa. En el camino, Villarroel trató de mantener la calma entre sus hombres, pero fue difícil: los escombros que hace sólo unos minutos estuviesen inertes ahora se movían. De los rincones más inverosímiles brotaban torpemente más cuerpos putrefactos reanimados. Del piso surgían manos amputadas que se agarraban a las piernas de los marineros; incluso vislumbraron un esqueleto sin piernas que reptaba sobre una masa de apéndices e intestinos que brotaba de su tórax, arrastrándose a duras penas con sus huesudos brazos.
Era un ambiente surreal. Equiparable a los peores relatos del infierno que les contaran en la iglesia. Afortunadamente todas esas criaturas eran igual de lentas y desorientadas. De una patada era fácil alejarlas. La clave estaba en no dejarse encerrar por grupos de esas cosas. No obstante, la piel se les volvió a erizar cuando escucharon de una grieta en el suelo el claro alarido bestial del monstruo que mataron en la gobernación. Habían más. Muchos más.
Esperaron a estar en el bote, ya a varios metros de la orilla, para soltar las preguntas.
-¿¿Qué carajo fue eso??- dijo el capitán, quien remaba a la izquierda del bote.
Dada la urgencia por huir, los cuatro hombres remaban con todas sus fuerzas. Mientras, el malherido Núñez yacía entre medio de ellos, gimiendo de dolor, y cubriendo su herida con un pañuelo que le facilitó el padre San Juan.
-El infierno, capitán- respondió San Juan- Parece que las Puertas de Plutón no están en Hierápolis, sino en el Caribe.
-¡No me venga con esa basura intelectual! Lo que vimos no tiene nombre. Esas… cosas…
-Tengo el presentimiento de que nuestro invitado en el barco podrá aclararnos algunas cosas.
Llegando al barco no se pudo retomar la calma. En cuanto pusieron un pie abordo, Carbacho le informó al capitán que el hombre que habían traído a bordo había estado gritando incoherencias en una lengua desconocida desde que despertó.
Les prohibió a sus hombres comentar algo de lo que habían visto, y se dirigió con Carbacho y San Juan al camarote donde se encontraba el energúmeno naufrago. Les costó reconocerlo al principio: lo habían bañado y le habían cortado algo de la barba, lo que le había devuelto algo de humanidad. Ahora su rostro se podía distinguir mejor, arrugado y pálido como la luz de la luna, pero de facciones finas y aristocráticas. Estaba en camisón blanco, retorciéndose en una cama, desesperado, mientras el doctor Pérez trataba de darle un calmante. Villarroel se le acercó para que no saltara más en su lecho, pero al intentar retenerlo, le rasguñó la guerrera con un palo que apretaba firmemente en su puño.
-¿Qué demonios es lo que tiene en la mano?
-Parece que es un crucifijo, no lo ha soltado desde que llegó aquí, capitán- le contestó el Doctor Pérez.
El Padre San Juan le dijo algo en francés al energúmeno, y logró comunicarse con él. Villarroel distinguió su apellido, y el del padre entre sus palabras, y supuso que los estaba presentando. Tras un breve diálogo logró que se tranquilizara, y el doctor pudo darle el calmante. Acto seguido, entraron dos marinos cargando el cuerpo de Núñez, quienes lo depositaron en una cama contigua a la del francés. Entonces Pérez revisó tras el pañuelo que cubría la yugular de Núñez.
-¡Dios mío! ¿Pero qué le ocurrió a este hombre?- exclamó en cuanto la vio.
-Será mejor que no sepa, doctor –contestó rápidamente Villarroel- ¿tiene solución?
-Sí, pero pareciera que lo mordió una fiera.
Se trataba de una herida complicada. Claro que todos confiaban en el Doctor Pérez. Había conseguido curaciones casi milagrosas en los momentos más críticos de la guerra de independencia española. Era un hombre bajo, de poco cabello, y usaba unos pequeños lentes sobre su enorme nariz. Las malas lenguas decían que era judío.
-Padre, pregúntele quién es él- ordenó Villarroel.
San Juan le consultó al náufrago, a lo que contestó que su nombre era Antoine de Saint-Pierre Grenouille, hacendado haitiano de origen francés o Grand Blanc, como los llamaban allí.
-¿Qué pasó con los demás?- preguntó Villarroel, y el padre tradujo la pregunta.
El hombre miró hacia el vacío unos instantes, con los ojos humedecidos, antes de contestar.
-On sont tous morts...
-Están todos muertos- tradujo San Juan.
A partir de allí, el hombre los sumergió en un demencial relato de muerte y resurrección. El horror que irradiaban sus ojos transmitía claramente a los hombres que lo rodeaban el pavor que había experimentado a lo largo de esos largos años.
Él era posiblemente el último hombre blanco de Haití, o Saint-Domingue, como él seguía llamándolo. Los haitianos habían emprendido una campaña de exterminación sistemática de todo hombre, mujer y niño de piel clara. Mulatos, mestizos y zambos vivían temerosos de estos verdugos, quienes no eran hombres: se trataba de zombies.
Toda esa barbarie no había sido cometida sólo por hombres negros, sino por zombies. Costaba creerlo, pero Grenouille  lo había visto con sus propios ojos. La santería y la magia negra era algo que siempre había existido en la isla. Los esclavos negros traídos de África mezclaban sus creencias con las de los indígenas, y con los vanos intentos de cristianización de los misioneros. Dando como resultado algo muy alejado de las enseñanzas del mesías: practicaban una síntesis de magia negra y pagana, cuyos execrables rituales culminaban siempre en orgías y sacrificios humanos, con resultados satánicos. Era una terrible realidad, los zombies y las posesiones demoniacas que se realizaban en Haití eran un secreto a voces en todo el Caribe.
Así se lo había contado Zarité. Su esclava. Grenouille  había cometido la osadía de enamorarse de una de sus esclavas, hacía ya treinta años, cuando estalló la revolución haitiana. Ella fue quien lo advirtió, una noche, de los horrores que se venían. Había sido testigo de una Calenda, una ceremonia vudú, en medio de la jungla, que reunió a cientos de esclavos fugitivos (*). Los negros llevaban mucho tiempo preparándola. La presidió un brujo jamaicano, también fugitivo.
De esa inenarrable ceremonia, Grenouille  sólo pudo reproducir precisiones vagas de lo que Zarité le había contado. No había forma de transmitir con palabras el terror que su mujer le contara entre lágrimas al día siguiente. Entre el sonido de los tambores, la atmósfera pesada, húmeda, y los primitivos cánticos africanos, los negros juraron destruir a todos los blancos. Fue un compromiso jurado con sangre, y de la peor manera posible. Llevaban consigo un hombre, un Grand Blanc de una plantación al norte, que habían secuestrado para sus perversos propósitos.
Arrastraron al hombre, atado de pies y manos, al centro del campamento, en torno al cual               bailaban incesantemente negros y negras sus danzas obscenas y primitivas. El Houngan, o sacerdote vudú, repartió unas hierbas mágicas entre todos los asistentes. Decía que los haría fuertes, les haría perder el miedo, y los llevaría a conocer el mismísimo mundo de los espíritus. Luego extrajo de su bolso un muñeco, revestido con un trozo de ropa del hacendado blanco, y con un mechón de su cabello en la pequeña cabeza de tela. Esparció unos polvos en torno al hombre, luego se acercó a una fogata para invocar mediante arcaicos conjuros a dioses olvidados e innombrables. La atmósfera se volvía más y más pesada. Pronunciada su perorata, acercó al muñeco a la fogata. En pocos segundos, la piel del desgraciado blanco, a varios metros de distancia, comenzó a arder al rojo vivo, y él a aullar de dolor. El hechizo había resultado. Pero la peor parte estaba por venir. Lo torturaron de las formas más inhumanas posibles, sin tocarle un solo pelo. Eso claro, hasta que el cielo se despejó, y la luna llena se instaló por sobre sus cabezas. En la tierra, los tambores y los corazones palpitaban cada vez más rápido. Los negros bailaban frenéticamente. Consumían y consumían las hierbas del brujo hasta hastiarse. Toda noción del espacio y del tiempo se iba diluyendo en el aire. Y la hora del clímax llegó.
El pobre desgraciado ya había perdido la voz de gritar tanto, pero jamás perdió el conocimiento, ni la sensibilidad en su mutilado cuerpo; ni siquiera cuando los salvajes paganos lo asaltaron en manada a devorar su carne. Cual bestias salvajes, chuparon hasta el último hueso, sin dejar ni un solo tendón o músculo en su lugar. Antes de que se acabara la carne del finado, los negros, arrojados a sus más primitivos y bestiales impulsos, siguieron devorando carne, mordiéndose entre sí. Dejándose llevar por sus animalescos apetitos se entregaron a una orgía de sangre y canibalismo de la que sólo salieron con vida los más fuertes. El sabor de la carne, el calor de la sangre, la acidez de los jugos gástricos corrió por lenguas, palmas, pies, estómagos… extasiados a más no poder se entregaron quienes comían y quienes eran comidos. Fluidos corporales volaban de un lado a otro. Dolor y placer, vida y muerte se entremezclaron en una sola masa confusa y revuelta de sadomasoquistas fieras. El don de la razón era algo que había quedado atrás hacía mucho.
El Houngan jamaicano se dio por satisfecho: el rito estaba completo. Cuando asomaban los primeros rayos del sol, sólo restaban doscientos, de un grupo que hasta hace unas horas sumaba ochocientos. Quienes llegaron a ver la luz del día no eran hombres. Tampoco bestias. No estaban ni vivos ni muertos. Eran unas aberraciones, salvajes, brutales, desprovistas de toda humanidad, pero fuertes y rápidas. Mucho más que el humano promedio.
Esa tropa de energúmenos asaltaría a la noche siguiente la plantación más cercana. Esa sería la primera revuelta, que daría inicio a la sangrienta revolución haitiana. Se cuenta que los gritos del sacrificado aún se pueden escuchar bajo la luz de la luna, entre los ecos de la jungla, como recordatorio de esa infame noche.
“Zarité se alejó del grupo en cuanto comenzaron a devorar a ese hombre- contaba Grenouille -. Se escondió tras un árbol, y luchó por no gritar cuando vio cómo sus propios hermanos y hermanas se mataban entre sí. No pudo ver más, y corrió de vuelta a mi plantación. Me costó creerle al principio, pero no tardaron en llegar a mis oídos los rumores de esos monstruos que acechaban por la noche y destruían las plantaciones. Nosotros huimos justo a tiempo. Mi hacienda sucumbió como todas las demás: incendiada por esas bestias, mis bienes saqueados, mis esclavas y sirvientas violadas. Y mis esclavos… comida de buitres”
-¿Qué pasó con los demás haitianos?- preguntó San Juan en francés.
-O están muertos, o son zombies, padre- contestó Grenouille - todos los negros del Santo Domingo occidental están malditos con esta enfermedad. Se expandió rápidamente desde que huyeron los blancos, como una pandemia. Sólo quedan los dominicanos de acá del oriente. Hay pueblos que fueron arrasados enteros, otros que fueron convertidos en su totalidad a estas demoniacas bestias. Y otros que viven asustados, acosados por esta permanente amenaza. No salen de sus casas, mucho menos por las noches.
-Pregúntale cómo carajo fue que él llegó a esa cueva- ordenó Villarroel.
El francés tardó en articular palabras. Muchos recuerdos y culpas se agolparon en su cabeza.
-Con Zarité intentamos varias veces huir. Perdimos toda esperanza cuando el último barco de refugiados partió en 1793. Luchamos cada día, escondidos, y asustados, para no terminar como otros que se quedaron aquí: exterminados. Finalmente, supimos que no vendría nadie más a ayudarnos cuando las tropas de Napoleón fueron aplastadas no por un ejército de negros, como se había dado antes, sino por una horda de zombies hambrientos.
“Recurrimos a un plan desesperado. Construimos nuestra propia balsa. Nada muy elaborado, sólo las tablas más resistentes que pudimos conseguir. Nos escabullimos por la noche y remamos lo más lejos que pudimos. Pero la corriente es traicionera, padre. Y nos regresó al Santo Domingo Oriental, a la roca donde me encontraron. Aguantamos mucho tiempo allí, sin agua, sin comida, pero…”
El hombre no pudo continuar, se quebró y estalló en lágrimas. El padre lo abrazó, lo tranquilizó con unas palabras susurradas en su idioma. Le sirvió un vaso de agua y procuró sosegarlo.
-Grenouille, escúcheme. Hoy desembarcamos en San Lázaro. En la gobernación vimos un… zombie distinto- inquirió Villarroel, quien titubeó en usar esa extraña palabra-. Todos eran lentísimos, pero este era especial. Era como una gacela.
-Debió ser un Grand Noir. Esos son los peores- dijo Grenouille, mientras el padre traducía simultáneamente, palabra por palabra, al castellano- no deben bajar jamás a tierra, y mucho menos de noche.
“Hay dos tipos de zombies en esta isla. Los “Grand Noir”, y los “Petit Noir” según la lengua de los esclavos. Los primeros nacieron esa horrible noche. Son fuertes, rápidos, y astutos como los zorros. Pero son más vulnerables a las balas y las espadas. Los otros son lentos y tontos, no obstante no hay nada que los pare. Puede dispararles todo lo que quiera, capitán, y nunca se detendrán. Uno solo en general no es de temer, pero en grupo, son toda una amenaza. Ellos son la gran masa de zombies. Los Grand Noir son muchos menos, y son sus líderes. Tienen una gran debilidad: no toleran la luz del sol. Es por eso que se esconden en el subterráneo, en la red de túneles de los jesuitas. Conectan toda la isla, y les permite moverse con facilidad y atacar cuando menos lo espere, sea de noche o de día. Esta casta de zombies tiene un apetito voraz. Son pocos porque nunca se dejan caer sobre una presa sin hacerla desaparecer en cuestión de minutos. Son raras las veces en que dejan vivo a un hombre…”
Dicho esto, el hombre a su lado súbitamente despertó. Su cuello se tensó, aflojando el vendaje que el Doctor Pérez acababa de ponerle. Núñez luchaba por respirar, algo estaba pasando con él.
-¿Qué tiene ese hombre?- preguntó Grenouille.
-Lo… mordió un Grand Noir- respondió el padre tras unos segundos.
-Tienen que sacarlo de aquí… ¡Sáquenlo, desháganse pronto de él! ¡Nos matará a todos!
Sin entender una palabra de lo que decía el francés, Villarroel sabía muy bien lo que tenía que hacer. Abrió la puerta del camarote, e hizo venir a dos grumetes para que se llevaran a Núñez al calabozo.
-¡Qué cree que está haciendo, capitán!- intervino Pérez- Este hombre está malherido, necesita reposo.
-Es peligroso, usted lo sabe ¿acaso no escuchó todo lo que dijo Grenouille?
-¡En serio le cree todas esas historias! Este hombre está chiflado, son alucinaciones suyas, no hay forma de que…
El doctor fue interrumpido cuando uno de los grumetes se le acercó a Núñez para levantarlo de la cama, y éste le arrancó la hombrera de su uniforme de un mordisco. Todos los presentes retrocedieron, hasta el francés se incorporó, y se arremolinó en un rincón.
-Llévenlo al calabozo y encadénenlo. Golpéenlo si es necesario para que coopere. Y que por ningún motivo muerda a nadie, sino quieren terminar como él- sentención el capitán.


Caída la noche, el capitán, el padre, Carbacho y el Doctor Pérez se reunieron en el camarote del primero.
-Es como una pesadilla. Una terrible pesadilla- meditó el capitán, con su mano sana en su barbilla.
-Aún no puedo creer que tengamos un zombie en el barco- dijo Carbacho.
-¿Cómo se ha portado Núñez?- preguntó Villarroel.
-Desde que lo encadenaron ha gritado como loco- contestó el primer oficial- nadie ha vuelto a bajar, pero se escucha desde la cubierta. Ya no habla con su voz, ni siquiera habla en lengua de cristianos, capitán.
-¿Y Grenouille, no ha dicho nada más?
-Según me dijo, las transformaciones son rápidas- respondió Pérez-, y antes de la medianoche Núñez será una de esas criaturas que tanto teme. 
-¿Y su salud, qué me dice, doctor?
-Ese hombre es todo un caso. Nunca antes había visto a alguien con tanto pánico y ansiedad, capitán. Vivirá, pero yo diría que los nervios terminarán por matarlo. Aún no me explicó como sobrevivía en esas condiciones en la cueva. Muchas de las conchas que le extraje de la piel, actuaban como costras. Incluso encontré sanguijuelas y mariscos, que nunca antes había visto, en su cuerpo. Es todo tan increíble. Ni sabemos cuánto tiempo estuvo allí…
 -Claramente todo esto es una prueba de Fe- opinó el padre- el señor nos ha enviado al purgatorio mismo, donde deambulan estos seres que no están ni vivos ni muertos. Es aquí donde tenemos que ser más fuertes que nunca.
-¿Qué sugiere usted, padre?- preguntó Carbacho.
-Lo he pensado mucho. Mi mayor temor es que estemos ante el mismísimo Apocalipsis- afirmó, con biblia en mano, consultando uno de los últimos evangelios- el libro de la Revelación es bastante explícito: “Los muertos se levantarán de sus tumbas…” yo en lo personal, no creo que ésta sea tal catástrofe. Pareciera ser más bien un artificio del demonio. Y aunque fuera el Apocalipsis, aún podemos salvarnos por medio de la Fe, así como aún podemos salvar a Núñez.
-¿Qué insinúa, padre?- preguntó el capitán.
-Tenemos que sacarle el demonio del cuerpo a Núñez, y creo saber cómo…
Nadie entre los cuatro se atrevió a pronunciar la palabra, pero Villarroel reaccionó antes de que se explayara en su idea.
-No, padre. Es una locura.
-Es la única alternativa.
-¡No funcionará! Ni usted ni yo sabemos cómo se hace.
-No, pero cuando estuve en Roma, hablé con sacerdotes que sí lo habían hecho. Jamás lo he intentado, pero tengo una noción de cómo se hace.
-Si me lo permiten, caballeros- intervino el doctor- yo creo que debemos buscar una solución científica para este problema. Este hombre experimenta una enfermedad, con síntomas similares a los de la rabia, si tan sólo pudiéramos llevarlo a España…
-¡Está usted loco, doctor!- vociferó el capitán- tenemos que destruir a este maldito, antes de que nos destruya a nosotros. Ya escuchó a Grenouille, balas y sables, son la única solución.
-Caballeros, por favor cálmense- dijo Carbacho- escuchen, el capitán tiene razón. Las cadenas no resistirán mucho tiempo. Esta criatura tiene una fuerza sobre humana. No hay forma de llevarlo a España. Lo que sea que decidamos hacer, tiene que ser pronto.
Tras una larga pausa, finalmente el padre dijo:
-Capitán, sólo le estoy pidiendo una oportunidad, si mi idea no funciona, le doy permiso para que ejecute a ese infeliz. Y usted, doctor, tendrá que contentarse con estudiar los restos. Pero por favor, sólo le pido que tenga fe…
Contemplando la isla por una ventanilla en la pared, y con una angustiada expresión en el rostro, el capitán meditó unos instantes antes de dar su aprobación.

Los suspiros guturales se escuchaban desde el otro extremo del pasillo. El capitán le pisaba los talones al Padre San Juan, a medida que avanzaban temerosos por el estrecho y poco iluminado pasaje. Cada madera que pisaban chirriaba de forma exagerada, pero el ser que los esperaba en la habitación del fondo parecía indiferente a estos ruidos. El padre se persignó dos veces al estar a sólo tres pasos del umbral. Retrocedió bruscamente cuando la criatura agitó las cadenas de forma tan ruda y explosiva que saco chirridos de desencaje de las tablas. El capitán lo calmó, echó un vistazo.
-          Sigue encadenado. Entremos- susurró.
Bajo la débil luz de un par de velas, el padre y el capitán vislumbraron a un monstruo idéntico al que vieran en la gobernación: sus miembros se habían alargado, su piel era grisácea, como la de un leproso, le habían crecido colmillos, y su rostro estaba rojo de ira. Aún conservaba su cabello, y la ropa hecha hilachas que vestía indicaba que esa criatura en algún minuto había sido Núñez.
Estaba encadenado de pies y manos al calabozo, luchando contra éstas para zafarse. El cuadro le recordó al padre una escena de la Divina Comedia, y sintió que había descendido junto al capitán, como Virgilio y Dante, al mismísimo averno.    
El ser rió maliciosamente en cuanto entraron los dos hombres, y los amenazó con sus colmillos.
-          …Hagámoslo- dijo el padre. Tragó saliva, y se armó de valor.
Procedió a repartir por el calabozo una serie de objetos que guardaba bajo su sotana: rosarios, cruces, y pequeñas estatuas de la virgen. La bestia lo amenazaba a donde quiera que se dirigía. Pero eso no le impidió a San Juan ubicar los objetos lo más cerca posible, a peligrosos centímetros de las fauces del monstruo. San Juan procedió a encender unas velas, mientras recitaba un padre nuestro.
En seguida se ubicó frente al zombie. Recitó pasajes de la biblia, a lo que el monstruo contestó con blasfemos insultos en latín, luego en arameo, y después en creóle, la lengua de los esclavos, derivada del francés. No era la voz de Núñez, era una voz imposible, inhumana. Se reía a carcajadas, se burlaba, y blasfemaba.
La noche se fue en interminables horas en que el padre gastó toda la fuerza de su garganta sermoneando al monstro con salmos completos. Mientras, Villarroel observaba en silencio, y horrorizado, la tortuosa transformación de su antiguo grumete, quien a punta de dolorosos retorcijones se alejaba cada vez más de su condición humana. Lidiando con algo satánico que crecía en su interior, y con una ceremonia cristiana que parecía aumentar su suplicio.
Más adelante, el padre sacó de debajo de su manga un frasco con agua bendita. Lo roció sobre el zombie, trazando una cruz en el aire, y Núñez comenzó a retorcerse desesperadamente, parecía que las cadenas estaban a punto de ceder.  Fue entonces que recuperó su voz, gritaba que él no se merecía esto. Que estaba atrapado, que necesitaba su ayuda. Que por favor no lo torturaran. Gimió chillidos desesperados hasta dañar los oídos de los españoles.
-¡En nombre de Dios, termine con él de una vez por todas, padre!- gritó el capitán Villarroel, con ambas manos tapándole los oídos.
Entonces ocurrió  lo menos esperado. La voz del monstruo cambió. A una voz femenina, dulce, y familiar.
-Alfonso, Alfonso ¿estás ahí?...- salió de la boca del zombie, ya con los ojos completamente negros e inexpresivos.
Villarroel tardó unos minutos en asimilar el prodigio. Con un hilo de voz respondió:
-... ¿Graciela?
-Alfonso, por favor ayúdame. Estoy atrapada ¡Llévame contigo! ¡Alfonso!
Dicho esto, el monstruo cayó desplomado contra el piso, cesando su agitada respiración.
-Graciela, ¿en verdad eres tú? ¡No me dejes otra vez! ¡¿Dónde estás, Graciela?!
Desesperadamente Villarroel se había arrodillado, junto a la criatura, sacudiéndolo, esperando otra respuesta. En lugar de eso, el monstruo recobró sus fuerzas, gruño al capitán, y se arrojó sobre él. El capitán no supo cómo reaccionar, aún estaba anonadado, y con la esperanza de volver a escuchar esa voz, pero la realidad era otra. Tenía a la criatura aplastándolo, a punto de devorarlo. Le agarró la mano herida, y cuando parecía que estaba a punto de arrancarle los dedos que le quedaban, el padre San Juan recogió una lanza a un costado del calabozo. Con todas sus fuerzas la clavó en el costado derecho de la criatura. El monstruo aulló de dolor.
-          ¡Vadem retrum sum qui divinum, infinitum et eternum!
Gritó decidido el padre, sosteniendo firmemente la lanza con ambas manos. La criatura se levantó torpemente, sin poder sacar la lanza, la cual sostenía el padre, y logró clavarla aún más hondamente en el deforme cuerpo del monstruo. Así estuvieron forcejeando por interminables minutos, hasta que el monstruo cayó rendido contra la pared donde lo encontraron. El padre retiró la lanza, el ser vomitó una sustancia viscosa y pegajosa, y con su último aliento susurró:
-           Eli, eli, ¿lema sabajtani?
Y al padre San Juan no le cupo ninguna duda, si es que alguna vez la había tenido. Esto era obra del demonio.

El ser no se movió en toda la noche, y a la mañana siguiente el Doctor Pérez lo confirmó: estaba indudablemente muerto.
A eso del medio día, San Juan, Carbacho y el doctor se reunieron en el mismo camarote a platicar sobre lo ocurrido.
-Entonces funcionó… eso es un alivio- opinó Carbacho, una vez que el sacerdote terminó de narrar los espantosos hechos ocurridos la noche anterior.
-¿Quién nos asegura que Núñez no murió por la lanza que le clavaron, en lugar de ese rito?- desafió el doctor.
-No sea hombre de poca Fe, Pérez. Grenouille  nos dijo que en circunstancias normales estos cuerpos no paran de moverse jamás. Aunque le ampute los miembros, estos seguirán retorciéndose, aunque le corte la cabeza, ésta seguirá animada. Lo que hicimos fue traerle paz a ese cuerpo sin vida…
-Dios mío, dios mío, dios mío… -el doctor se llevó las manos al rostro y luego miró hacia el cielo- todo esto es difícil de creer. Choca con todo lo que siempre hemos sabido de medicina y de ciencia ¿Qué pasó con la edad de la razón?... Por lo menos ya no será un problema que nos llevemos el cuerpo a España para que lo pueda estudiar en detalle.
-¿Cómo ha estado Grenouille?
-No ha parado de llorar, padre- contestó Carbacho.
-Pobre infeliz ¿qué hay del capitán?
-No durmió en toda la noche. Se la pasó en la cubierta, paseándose de un lado a otro y mirando a la isla, pensando en quién sabe qué. Aún estaba ahí cuando nos levantamos esta mañana. Dijo que… había escuchado a su mujer.
-Ah, sí. Gracielita… el zombie imitó su voz anoche- recordó el padre, con un gesto de melancolía-. El pobre de Villarroel jamás se recuperó de la muerte de su esposa. Tuvo una suerte muy trágica allá en el Perú, sabe. Los dos sufrieron mucho.
-Caballeros, pasando a otro tema, hay algo que debo mostrarles- dicho esto, el doctor extrajo de su bolsillo una pequeña bolsa amarrada con una vieja cuerda. La desamarró, e hizo un gesto a sus contertulios para que se acercaran a apreciar una extraña y olorosa sustancia en su interior.
-Huele muy mal ¿qué es doctor?- preguntó Carbacho.
-No lo sé, pero lo encontré en el bolsillo de Núñez cuando revisé su cuerpo.
-Seguramente lo recogió en San Lázaro- dijo San Juan-. Si no me equivoco, el mueble que destruyó esa criatura en la gobernación contenía más de estas bolsas.
-Caballeros, lo he estado estudiando. Parece ser una mezcla de distintas hierbas y plantas. Pude identificar marihuana, y un extracto de un extraño marisco también. Nunca antes había visto algo así, en el caribe aún es mucha la flora y fauna desconocida, pero esto… escuchen, el francés dijo que los negros tomaban unas hierbas mágicas en sus rituales. Que tal sí, ésta cosa que toman, en realidad tiene propiedades alucinógenas. Mataría neuronas, y los inhibiría completamente, del pudor, del miedo, los reduciría a mero instinto. Casi como si dejara a una parte del cerebro dormida. Podría ser la explicación científica de estos “Zombies”.
-Dudo que la ciencia pueda explicar cómo un brazo amputado puede moverse sólo.
-En la naturaleza pasa, cuando un camaleón pierde su cola, ésta se sigue moviendo durante algunos minutos. Y luego le vuelve a crecer al camaleón. Quizás estemos ante algo parecido…
-¿O sea que hemos estado peleando contra hombres-lagarto, doctor?- preguntó una voz desde la puerta del camarote.
Los tres voltearon y vieron al capitán. Estaba mucho más demacrado, con largas ojeras, y cansado. Llevaba consigo una botella vacía.
-¿Se siente bien, capitán?- preguntó Carbacho.
-Como siempre. Entonces, Núñez está muerto. Lo mismo hubiese conseguido yo con un par de pistolas. Le dije que era una pérdida de tiempo, San Juan.
-Nada de eso, logramos salvar su alma. Comprobamos que aún es posible darle cristiana sepultura a estas criaturas maldecidas, capitán.
-¿Y qué es lo que propone? ¿Repetir el show de anoche? ¿Realizar un exorcismo a cada uno de los infelices de esta isla del demonio? No es viable, San Juan. No es viable.
Depositó la botella sobre su escritorio, tambaleándose un poco al caminar, y volteó hacia el doctor.
-Y usted, Pérez ¿espera encontrar una cura mágica para estos infelices? Inténtelo si quiere, pero le advierto que su preciosa ciencia ni siquiera ha dado con la cura para la sífilis.
-Bueno y qué es lo que usted quiere hacer ¿matarlos a todos?- preguntó desafiante Carbacho, parándose frente a su escritorio- aunque quisiéramos, somos muy pocos. No lo conseguiríamos.
Con los ojos entrecerrados, Villarroel observó a los presentes. Le ordenó a Carbacho y a Pérez salir. Quería hablar a solas con el padre San Juan. Una vez que salieron, se sentó tras su escritorio, y dejó salir un largo suspiro.
Esperó unos minutos, meditativo, antes de dirigirse a su interlocutor.
-No quiero matar a nadie- dijo, con una voz apagada.
-No se trata de matar, hijo. Se trata de hallar una solución para esta crisis…
-¡No! No me ha entendido- se le acercó, reposando los antebrazos sobre el escritorio. Lo miró fijamente a los ojos- lo he estado pensando, San Juan. Y creo que es posible sacarle provecho a esta extraña… situación.
-¿A qué se refiere?
-…Mire. Apenas ayer hablé con un hombre que me dijo que había que dejar en paz a los muertos. Que no había forma de volverlos a la vida. Pero ese hombre murió, resucitó, y ahora está destruido. Él y sus conservadoras ideas. Quedando más que claro que si es posible traer de vuelta a los muertos.
-¿No estará pensando en…?
-Usted la escuchó anoche ¿no, padre? Era ella, me necesita. Dijo que necesitaba nuestra ayuda…
-¡Por ningún motivo, hijo! ¡Por ningún motivo! ¿Te das cuenta de lo que me estas proponiendo? ¡Esta es una treta del diablo, no caigas en ella!
-Conozco la voz de mi mujer, no era ninguna treta.
-¿En serio serías capaz de desposar a una zombie?
Villarroel no contestó. Miró a un rincón perdido, con la boca entreabierta. Con una seria expresión, el padre se le acercó.
-Lo más prudente es que nos vayamos lo más pronto de aquí. No estamos preparados para hacer frente a un ataque zombie. Debemos volver a Cuba por refuerzos…
-¡No, no nos iremos! ¡No todavía!
-Capitán, corremos peligro en esta isla…
-¡Nadie se mueve de aquí hasta que yo lo diga!- insistió el capitán, golpeando con su mano sana la mesa.
El padre le dio la espalda y salió, golpeando fuertemente la puerta al cerrarla.

Las horas fueron sucediéndose lentamente. Era un día despejado, la neblina prácticamente se había disipado. Pero entre los hombres ya corría el rumor de que la isla estaba habitada por criaturas demoniacas. Un temor que podía palparse en el aire. En cada actividad de los grumetes, ya fuera los que limpiaban la cubierta, arreglaban nudos, o pulían los cañones, todos siempre miraban sobre sus hombros. O atentamente a esa isla, de donde podía surgir en cualquier momento una mortal amenaza. Carbacho fue quien dio las órdenes durante el día. Gracias a él, el barco siguió funcionando con relativa normalidad. Mientras, el capitán se había encerrado en su camarote, con su botella de ron, a estudiar sus mapas. Esta vez no del caribe, sino de Sudamérica.
Cuando el sol se ocultaba, el padre San Juan bajó a la habitación que habían destinado a Grenouille. Contaba con un reducido espacio, una litera, un cajón, y una ventanilla desde donde se veía el mar. En posición fetal sobre la cama, mirando a la pared, estaba Grenouille, todavía llorando. Y sobre el velador, todavía estaba la bandeja con comida que le trajeron en la mañana.
-Hijo mío, no es probado ni un bocado desde que llegaste aquí- le dijo el padre, en su idioma.
-No tengo hambre, padre.
-Tampoco haz probado el vino. Escasean los de este año, muy buena cosecha- dijo San Juan, mientras revisaba la botella, y aprovechó de servirse una copa.
-No gracias, nunca bebo… vino.
El padre lo acompañó, mientras degustaba, con pausas dignas de catador, cada sorbo de la copa. Una vez que terminó, se le acercó a Grenouille  y puso su gruesa mano sobre su hombro.
-Jean Pierre, dime ¿qué pasa? ¿Qué es lo que te tiene tan destrozado?
-Padre… -Grenouille  se limpió la nariz, y se aclaró la garganta. San Juan aprovechó de echar una mirada a su vientre, donde tenía su puño cerrado. Todavía sostenía el crucifijo.
-Lo he perdido todo, mi fortuna, mi mujer, mi vida, mi humanidad…
-Calma, hijo. No te desesperes.
Más llanto. Lo dejó sollozar un poco más antes de seguir hablándole.
-Tranquilo, estás a salvo ahora. Te llevaremos a la civilización…
-No, no padre. No hay civilización para mí. No podría, no encajaría…
San Juan lo miró por un instante, con compasión.
-Háblame de tu mujer, ¿cómo era ella?
-Oh, Zarité… era la mujer más hermosa del mundo. Mestiza, sabe. Tan bella, curvilínea, siembre alegre… yo la amaba tanto. Me enseñó tantas cosas, con ella aprendí tantas formas distintas de amar a una mujer. El problema fue que también me enseñó cosas que ningún cristiano debería saber.
-¿A qué te refieres?
-…Esto era suyo, sabe- se refería al crucifijo- ella siempre me dijo que nunca dejara de creer.
-¿Y qué pasó, cómo murió?
Grenouille  hizo otra pausa. Por un segundo el padre creyó que volvería a llorar, pero pareció arrepentirse a último minuto. Había llorado demasiado, y se le habían secado los lagrimales. Habló con una voz, ya no quebrada, sino que neutra y seca.
-¿Alguna vez ha amado de verdad a alguien, padre? ¿No sólo a un crucifijo? Si lo hiciera sabría lo que uno a veces tiene que sacrificar por el otro. 
Un mal presentimiento se formó en la consciencia del padre. Intuía hacia donde iba la confesión del agazapado.
-Así como en el paraíso, si Adán comió de la manzana, fue porque Eva comió primero de ese fruto prohibido. Sólo siguió a su mujer. Adquirió un conocimiento que le era prohibido, y tuvo terribles, catastróficas consecuencias…
En su voz ya no estaba el tono quebrado que lo caracterizaba, sino una más ágil, de palabras que se chocaban entre sí como cuchillos afilándose. Había adoptado nuevas energías, era como escuchar a un sicópata.
-¿Cuánto tiempo estuviste en esa roca?- el padre temía la respuesta.
-Veinte años. Veinte años, padre ¿puede creerlo? Es mejor que lo haga, su deber es creer. Claro que después de todo lo que ha visto, eso ya no es difícil.
El barco se meció, y un vaso rodó de la bandeja al piso. El oleaje mecía a una habitación apretada, de atmósfera cada vez más tensa y misteriosa. 
-Con Zarité estuvimos allí atrapados durante semanas- continuó Grenouille - sin comida, sin agua, no podíamos salir a buscarla. Ni siquiera podíamos volver a la orilla aunque quisiéramos, pues la corriente nos habría matado en los mortales y afilados roqueríos. Tan cerca y tan lejos ¡como para volverse locos! Y así fue, precisamente padre. Sedientos, y muertos de calor, la caverna terminó por volvernos locos…
Su relato había llegado a un punto de no retorno. Una verdad aterradora y terrible brotaba. El padre San Juan se recogió levemente. Ya no estaba ante una pobre víctima. Junto a él yacía algo innombrable. Un demencial y horrendo crimen.
La piel de San Juan terminó de erizarse cuando Grenouille fue aflojando la mano, y de su puño brotaron una, dos, tres pelotas pequeñas de distintos colores, y finalmente un trozo de pluma que colgaba de la madera. No era un crucifijo, era un amuleto vudú.
-Jean Pierre…
-¡Tiene que entenderme, padre! ¡Era ella o yo! ¡O yo sobrevivía, o no se salvaba ninguno! ¡Ella me pidió que lo hiciera para acabar con su dolor!
-¡¡Qué hiciste, animal!!
-Hice lo que tenía que hacer. Y aún tengo hambre…
No era la voz de un hombre la que pronunció esas últimas palabras. Sino la de una bestia. Grenouille  se volteó, revelando unos enormes y penetrantes ojos negros, junto a unos afilados colmillos. Se arrojó contra el español, y éste trató de defenderse. Hombre y bestia tenían más o menos la misma fuerza, de modo que estuvieron forcejeando un largo rato. Terminaron en el piso, ahorcándose entre sí.
-¡Cree que no siento culpa! –Bramó la bestia, con una voz profunda e inhumana- estuve veinte años recostado al lado de sus restos. Eterno recordatorio de mi crimen ¡Acaso hay tortura peor que la culpa!
Cuando la falta de oxígeno le empezó a restar fuerzas al Padre San Juan, repentinamente la cabeza de su agresor explotó. Sangre y sesos se desparramaron por el piso y la sotana del padre, el cual hizo a un lado el cuerpo inerte de Grenouille. San Juan no había alcanzado a percibir el sonido de los disparos hechos por el doctor Pérez desde el pasillo.
-Nunca confié en ese francés- dijo Pérez, al tiempo que ayudaba al religioso a ponerse de pie.
-Dios lo bendiga, doctor. Me salvó la vida.
-No me lo agradezca, ¿qué fue lo que pasó aquí?
-El pecado, hijo mío- contestó el padre, mientras limpiaba trozos de masa encefálica de sus lentes- . El pecado de la carne. Ahora veo que la Biblia no es metafórica en este punto: quien prueba el pecado de la carne, no lo vuelve a dejar. La carne humana parece tener propiedades indescriptibles en el organismo humano. Este hombre se dejó seducir por confesiones profanas y demoníacas, y he ahí el resultado… y usted ¿por qué andaba con pistola?
-Hay problemas allá arriba.
El tono serio en que le contestó le adelantó buena parte de la agitada barahúnda que los esperaba en la cubierta.
Marineros corrían de un lado para otro, la mayoría concentrándose en las orillas de la cubierta. La noche había mandado a la embarcación unos botes salvavidas de mala muerte. Habían llegado cargando consigo unos esqueléticos y oscuros esperpentos, casi totalmente camuflables con la oscuridad del mar. No emitían más ruido que un jadeo lento y enfermizo, y trepaban como podían por el casco del Silvestre Segundo. La embarcación, rodeada de esos féretros flotantes, era defendida con todo el vigor que su tripulación podía imprimir, con cada uno de sus hombres ahuyentando a los zombies con sus espadas desde la cubierta.
Pérez y San Juan ahuyentaron a los muertos vivientes desde el castillo de la popa con un rifle cada uno. El padre, haciendo a un lado su principio de nunca portar un arma, peleó con la convicción de que peleaba una guerra santa.  Carbacho se movía a lo largo del caos de la cubierta, organizando a los grumetes, gritándoles que no tuvieran miedo, que estos seres no eran invencibles, que pelearan como hombres, carajo. En eso estaba cuando llegó hasta la cubierta, donde encontró al Capitán Villarroel, espada en mano, y con la guerrera abierta, peleando contra un Petit Noir. La criatura había llegado trepando por la cadena del ancla, portaba una espada consigo, y tras él venían más zombies trepando por la cadena.
Éste tenía más destreza que los otros muertos vivientes. Peleó hábilmente contra el capitán, pero Villarroel, en un rápido movimiento, logró cortarle el brazo de una tajada. La criatura retrocedió unos pasos, y el capitán lo tumbó de una patada, marcando la forma de su bota en su pútrido tórax, y empujándolo por la borda, donde se confundió con la negrura de las olas. Le cortó la cabeza al zombie que asomaba por la cadena, y acto seguido fue a la polea del ancla, la aflojó y consiguió arrojarla, junto a seis criaturas más al mar.
Recién entonces Villarroel le dirigió una mirada a Carbacho. Tenía la barba crecida, pero la guerra le había devuelto algo de lucidez a su expresión.
-Rompieron las escotillas allá abajo. Ya han entrado varios, baje con más hombres y encárguese, Carbacho.
-¡A la orden, capitán!
Recién pasadas las tres de la mañana la tripulación pudo contener a la horda de seres reanimados. Dentro de la embarcación, habían conseguido averiar a varios cañones, pero Carbacho le dio caza a cada uno de ellos. Algunos incluso se habían escondido como alimañas entre los recovecos y cachivaches del interior del barco. En la cubierta, aún se retorcían miembros humanos, como insectos agonizantes. Los hombres, con todo el repudio que suscitaba tan grotesco espectáculo, arrojaron a punta de patadas brazos y piernas al mar. Aún más duro fue ejecutar a cinco marineros, que habían sido mordidos, por orden del capitán. En el mismo acto debieron ser desmembrados, y arrojados por la borda.
Los zombies restantes fueron apilados de rodillas y esposados en la proa. Recién allí los hombres del Silvestre Segundo le tomaron el peso a su hazaña: pudieron contemplar a los monstruos, huesudos, pero fuertes. La mayoría totalmente desnudos, muy pocos con taparrabos, y con sus miembros y órganos colgantes. La batalla no había dejado a ninguno con todos sus homúnculos en su lugar. A la luz de las antorchas se podía apreciar costillas al aire, rostros desfigurados, y en general con expresiones perversas y demoniacas, o simplemente vacías, como las de un hombre sonámbulo.
Villarroel ordenó no arrojarlos al mar sin antes haberlos desmembrado miembro por miembro, pues de lo contrario nada les impedía volver a trepar. Mientras los más valientes apuntaban con rifles a los engendros, el capitán pudo contar a dieciocho criaturas. En eso estaba cuando llegó Carbacho con tres más. Venían encadenados, y amenazados por las espadas de tres grumetes. El capitán los hizo arrodillarse junto al resto del grupo.
-¿Son todos los que quedan?
-Los demás los amarramos a los botes, y los volamos a cañonazos, capitán. Estos se habían escondido en el calabozo.
-Muy bien hecho, Carbacho. Ahora veamos, qué tenemos por acá…
El capitán ya había pasado revisión a los prisioneros. Pero uno de los tres que se habían sumado tenía una peculiaridad, era mucho más bajo y gordo que los demás. Villarroel se le acercó lento, pero soberbio, sin soltar la espada de su funda. Su pelo era largo y oscuro, y le cubría la mayor parte de la cara. Venía vestido con una especie de vestido indoamericano. Ya teniéndolo frente a frente, el capitán no tuvo dudas de que se trataba de una mujer.
-¿Qué demonios tenemos aquí?
-Quién demonios, querrá decir.
Su voz era la de una anciana. Susurrante y escalofriante. Casi totalmente desdentada y de cabello enrizado y enmarañado como la jungla. Insectos y raíces brotaban de él. San Juan, que conocía bastante de la religión de los negros, supo de inmediato que esa anciana, negra como la noche, y de olor a hierbas quemadas, era una Mambo, una hechicera vudú.
-¿Usted no está muerta, verdad?
- La vida y la muerte son sólo ilusiones. Inventos de los blancos y de su Dios. Todos estamos muertos, incluso usted, Alfonso Villarroel Subiabre.
- … ¿Quién le dijo mi nombre?
-Yo sé muchas cosas, cosas que usted, ni en sus más tormentosas pesadillas sospecharía.
-Qué va a saber usted, vieja loca. Mátenla- dada la orden, el capitán le dio la espalda.
Un marinero ya había desenvainado su espada, pero la anciana, manteniendo la tranquilidad, siguió hablando:
-Matándome no recuperará a Graciela.
El capitán se detuvo en seco, como si algún superior le hubiese gritado “Firme”. Titubeó unos instantes antes de voltear a la anciana.
-¿Y usted cómo sabe…?
-Te he escuchado por las noches. Escucho tus pensamientos. Tus sueños son mis sueños, y tus pesadillas, mis pesadillas. Pobre hombre, sólo quieres recuperar algo que te quitaron. Pero yo puedo acabar con tu tormento.
Con la misma expresión anonadada con que le habló al zombie de Núñez la noche anterior, el capitán puso una rodilla en el piso, se acercó al arrugado rostro de la Mambo y le consultó:
-¿Puede devolverle la vida?
-Le he devuelto la vida a miles de mis hermanos y hermanas. Hasta en una calavera puedo insuflar el aliento de la vida.
-Capitán, no escuche a esta mujer… - interrumpió Carbacho.
-¡Silencio! Y tu negra, explícame- dijo, zamarreando a su prisionera con ambas manos, quien seguía calmada- ¿cómo se hace? ¿Cómo se puede…?
-¡Capitán, un barco a los doce en punto!- gritó el vigía desde el mástil.
Dicho esto, la atención se desvió hacia la orilla norte del barco. Carbacho sacó su catalejo y se asomó a la orilla. Oteando en la noche caribeña, una fantasmagórica imagen brotaba de lo más negro de las tinieblas. Ante ellos se cernía la silueta de un antiguo barco francés, con evidentes signos de haber sido hundido. Flotaba casi sin tocar el agua. De su tripulación, sólo se distinguían alimañas escurridizas, que serpenteaban de un lado a otro por la cubierta y los mástiles.
-¿Pero qué es esto?... –dijo abrumado Pérez.
-Primera regla de la guerra, doctor- le respondió Carbacho, mientras cerraba su Catalejo-: primero mande a la infantería, después a la carga pesada ¡Todo el mundo a sus puestos!
Al grito del primer oficial, los marinos corrieron a tomar posiciones y preparar a la embarcación para otra batalla. Todos menos Villarroel, quien seguía acuclillado, casi como hipnotizado por la mirada penetrante de la bruja, quien le susurraba algo que nadie más que el capitán alcanzó a comprender.
-¡Capitán, levántese! ¡Tenemos que matar a los prisioneros!
-No mataremos a esta mujer, Carbacho- dijo Villarroel, con un tono de voz apagado.
Carbacho lo interrogó con la mirada, sin comprender, por un largo instante, hasta que el capitán se levantó.
-Esta mujer controla a esas cosas. Le hacen caso en todo lo que diga. Con ella tenemos algo con qué negociar.
La explicación no le bastó a Carbacho. Todos sabían que era otro el interés que tenía el capitán en la anciana. Ignorando sus verdaderas intenciones, procedió a decapitar, junto a Villarroel, a los zombies prisioneros.
Villarroel ordenó desencallar el barco del roquerío, y dirigió la embarcación a enfrentarse directamente con el buque que los acechaba.
Ambas naves se bombardearon recíprocamente, pero ninguna retrocedió. El combate de ultratumba llegó a su máximo clímax cuando el buque fantasma consiguió arrimarse al galeón español. En tropa abordaron zombies del tipo Grand Noir, vestidos con uniformes franceses. Entre ellos, era posible distinguir a ex uniformados bonapartistas, transfigurados en muertos vivientes. Saltaban y se colgaban de cuerdas y de mástiles como primates, babeantes, y enardecidos. Los soldados españoles se vieron en poco tiempo rodeados por un enemigo superior en fuerza y en número.
Le chocó bastante a los grumetes ver el contraste entre el noble uniforme, rojo y azul, con el ser oscuro y fiero que lo portaba. Saltaban como ratas de un mástil al otro, y caían como leonas, sin piedad alguna, contra los españoles, quienes se defendían con todo lo que tenían de espadas, revólveres y cañones. Así y todo, la cubierta se cubrió de sangre, en una grotesca y sádica carnicería. Muchos Grand Noir agregaban al altivo sombrero francés, un collar de orejas y narices, y otros los intestinos de sus víctimas, delineando una imagen de lo más surrealista y fatídica. Cabezas, balas, corazones y lanzas volaban de un lado a otro, en un revoltijo irreconciliable.
Carbacho luchó de forma incansable con docenas de ellos, defendiendo la entrada al compartimiento de las municiones, una puerta sellada a la que se llegaba por una escalera que bajaba desde la cubierta. Terminó con un pie dislocado, un ojo morado, el labio sangrando y la mano izquierda inutilizada por el combate, así y todo siguió peleando a punta de sablazos contra los monstruos. En un arrebato de ira, los zombies se arrojaron contra su cuerpo, y del impacto rompieron la puerta de madera. En el breve instante en que hombre y monstruo yacían en el piso entre las maderas rotas, Carbacho sacó un cuchillo de su bolsillo y degolló al zombie. Tras él, dos criaturas más se aprestaban a devorarlo, pero fueron inutilizadas por dos certeros balazos del capitán, desde el fondo de la habitación.
Aún con la cabeza mareada, y el cuerpo adolorido por el impacto, el primer oficial hizo un esfuerzo por hacer a un lado los cuerpos de las criaturas y ponerse de pie. Al interior del compartimiento, el capitán tenía apilados todos los barriles de pólvora al estribor del barco, mismo lado donde se encontraba la embarcación enemiga pegada a ellos. Junto con eso, había regado un pequeño hilo de la misma sustancia, que corría desde los barriles hacia la puerta recién destruida.
-¿Va a volar el barco, capitán?- preguntó, con voz jadeante, y ajustando su vista a la oscuridad del lugar.
-No hay otra opción. Los cañones ya no tienen balas, y nuestros hombres caen como moscas. Por lo menos nos llevaremos su nave consigo.
-¿Alcanzara la pólvora para hundir ambos barcos?- dijo mientras se le acercaba, haciendo un notable esfuerzo para caminar.
-Eso es algo que tú vas a averiguar.
Carbacho hizo una pausa mientras contemplaba al capitán vasco poner el último barril en su lugar, luego asomarse a una de las esclusas a babor donde antes estuviera un cañón apuntando hacia afuera. Arrojó un par de bolsas por la apertura. Al otro lado había un bote salvavidas.
-Tiene que ser una broma… ¡El capitán tiene que morir con el barco!
-Es por eso que ahora tú eres el capitán- le contestó, entregándole una caja de fósforos.
-¡Villarroel, no puede hacer esto! ¿En serio va a escapar?  ¡¿Nos va a dejar a todos botados en medio del combate?! ¡¡Qué clase de capitán hace eso!!
Villarroel tardó en contestarle. Si bien le sorprendió que su primer oficial lo llamara por su apellido, su rostro permaneció totalmente impávido, y su voz denotaba absoluta indiferencia.
 -Uno que ya no quiere más guerra, hijo.
Un suspiro melancólico acompañó a esta exclamación. Procedió a subirse a la esclusa, preparándose para saltar al bote.
-¿Qué pasó con su sueño, reconstruir el imperio español? ¡Se ha olvidado de todo eso también!
Villarroel le dedicó una última mirada, desde la incómoda posición en que se encontraba. No dijo nada, se limitó a guardar silencio un largo instante, y en seguida saltó. Considerables ondas produjo en el mar la caída de Villarroel, dado su tamaño. Como si nada ocurriese a unos metros de él, remó en solitario, con toda la calma del mundo, hacia el sur.
Carbacho asomó la cabeza al exterior. Vio como el ex capitán se alejaba lentamente, sin mirar hacia atrás. Con la boca desencajada, de la indignación, pero también del dolor, contempló la escena, mientras terminaba de procesar la situación. Por más vueltas que le daba, no quedaba otra salida. Una línea rojiza en el horizonte delataba los primeros rayos del sol, su única arma contra las bestias, pero el tiempo era algo de lo que no disponían. Empuñó la caja de fósforos, luego la puso en su bolsillo. A sus espaldas ya podía percibir a más criaturas acercándose. Sabía muy bien lo que tenía que hacer. Dio media vuelta, recogió su espada, y se enfrentó a los engendros.
Un negro altísimo, de uniforme y sombrero francés, tuvo en vilo un largo rato al malogrado marino español. Lo retuvo en la escalera, peleando en los escalones superiores, procurando evitar que bajara. La pelea de espadas concluyó cuando el Grand Noir logró clavar su sable en el vientre de Carbacho, rajándolo y vertiendo un largo chorro de sangre. El grito de dolor que pegó Carbacho pasó inadvertido entre toda la algarabía. Tambaleó, se sujetó del barandal, pero finalmente rodó por las escaleras. Fue un impacto duro contra el piso. Casi inconsciente, miró a su alrededor. Estaba derrumbado, entre la suciedad y el desorden de la oscura bodega. El monstruo seguía allí arriba, contemplándolo, saboreándolo, preparándose para darlo de baja. Intentó levantarse, pero era inútil. Estaba agotado, herido, y había perdido su espada. Se sujetó de una manta sobre el cofre que tenía a su derecha, pero sólo logró hacerla caer encima de él. No había salida. La criatura rugía y rugía, sólo aumentaba el suspenso para ver cómo su víctima temblaba de miedo.
Carbacho estuvo a punto de abandonarse al inminente desmayo, cuando distinguió una punta brillante junto al cofre. Se trataba de un arpón, de los que usaban para cazar ballenas en el atlántico. Era la última oportunidad. Reunió sus últimas fuerzas, procuró tener los músculos tensos y la mente lúcida. Extendió la mano, y la criatura bramó. Al tocar el arpón, la bestia ya había saltado. Con toda la velocidad que logró imprimir en la acción, levantó el arpón, apuntándolo en dirección a la bestia, la cual al caer, fue atravesada. Su sicótico chillido retumbó en los oídos de Carbacho. A pesar del dolor, consiguió que la otra mano lo ayudara a sujetar el arpón. Había matado a la bestia con su propio peso, la cual agonizó eternos minutos sobre el maltrecho cuerpo de Carbacho. Su indescriptible y asqueroso olor fue suficiente para mantenerlo despierto. Lo empujó, mientras aún se retorcía. Con su cuchillo, finiquitó al agresor. Luego se dejó estar. No quiso levantarse del piso. Tenía la cabeza apoyada en el cofre. Se quitó la guerrera. Sus intestinos ahora colgaban de su vientre, costaba creer que tal cantidad de tripas estuviesen tan bien acomodadas anteriormente dentro de su cuerpo. Su camiseta blanca estaba teñida de sangre, y su cuerpo lleno de magulladuras y moretones. Respiraba trabajosamente, su última batalla ahora la peleaba con sus propios pulmones.
-          ¡Carbacho!
Levantó la mirada. Desde la escalera descendía la inconfundible figura del doctor, y tras él la del sacerdote. Portaban un revólver en cada mano, y en sus descalabradas y polvorientas figuras se veían los claros síntomas de la guerra.
El doctor rápidamente bajó, y se inclinó a ayudar al primer oficial. Era una herida mortal. Se dispuso a limpiar un poco con la manta, pero Carbacho le hizo un débil gesto con la mano para que no se molestara. No valía la pena. Tras una rápida mirada al reguero de pólvora, el doctor dedujo la situación. Interrogó al herido de una mirada, y éste le contestó asintiendo débilmente con la cabeza.
-¿Dónde está el capitán?
-Huyó… me encargó a mí detonar todo esto…
Los dos hombres de pie se miraron entre sí. Ambos sabían que esta batalla estaba perdida. No tenía caso volver allá arriba, casi no quedaban hombres en pie. Lo más cauto era seguir los pasos del ex capitán.
-Es mejor que huyan… ahora…- tartamudeó Carbacho, señalando a la esclusa por donde salió Villarroel.
El doctor echó una mirada. A pocos metros del barco flotaba uno de los botes en los que había llegado el primer destacamento de zombies. Con los primeros rayos del sol, pudo distinguir que estaba vacío. Era más que factible alcanzarlo nadando.
Antes de partir, el padre San Juan le dedicó unas palabras a Carbacho.
-          La paz sea contigo, hijo. Tu sacrificio es lo más valiente que he visto en mi vida.
Pérez sólo le dirigió una sonrisa de agradecimiento desde la esclusa. Finalmente, ambos saltaron. Carbacho se arrastró, regando el piso de sangre e intestinos, hasta quedar junto a la escalera y al camino de pólvora. Se apoyó en el último escalón. Buscó entre sus bolsillos la caja, por un segundo temió que la había perdido.
Pocos minutos después, no quedaba ya nadie en pie en la cubierta. Los zombies procedieron a alojarse en el camarote, guarnecidos de la luz del sol. Los demás, se dirigieron a la bodega. Y Carbacho, luchando por respirar, prendió con sus dedos temblorosos el fósforo. Los Grand Blanc se asomaron por la escalera. Desde arriba, vieron el piso regado de sangre y pólvora, y al marino español, agonizante, con un palito pequeño en la mano. No entendían lo que pasaba, hasta que Carbacho les dirigió una débil sonrisa de victoria, y soltó el fósforo. El monstruo que iba más adelante no disimuló su horror. El camino de la chispa corrió raudo hacia los barriles, y el zombie se arrojó como un cuadrúpedo uniformado por la escalera. Con toda la velocidad que le permitió su instinto de supervivencia trató de alcanzar la chispa. Por cosa de milisegundos, su rostro terminó a muy pocos centímetros del primer barril en explotar.
Uno a uno fueron detonándose, hasta envolver a todo el interior del barco en fuego y llamas. La explosión voló toda la cubierta, y alcanzó para destrozar al lado estribor del barco de los zombies. Sus putrefactos cuerpos fueron abrasados por las llamas y expulsados muy lejos a distintas partes. Acosado por la fuerza de la pólvora, el Silvestre Segundo se desmigajaba en los respiros de Lucifer.
A la distancia, remando como locos, y con el sol asomándose por el oriente, San Juan y Pérez vieron cómo ambos barcos se destruían en un revoltijo de fuego y explosiones. Los mástiles fueron los primeros en colapsar, y en aplastar al resto de la embarcación. Las velas, abiertas y ardiendo, se encargaron de expandir las llamas a cada rincón. Humo y astillas flotaron un largo rato en el aire, y entremedio, cuerpos incendiándose de muertos vivientes saltaban al agua; donde la luz del sol, y su propia incapacidad para nadar, terminaba de rematarlos. 
Tras unos minutos de remar frenéticamente y contemplar la brutal escena, ambos personajes recuperaron algo de calma, sus corazones palpitaron con normalidad y remaron más pausadamente. Pérez fue el primero en romper el largo y agotador silencio que se instaló.
-Terminó, por fin terminó esta pesadilla. Sobrevivimos…
-Tantas vidas perdidas, Pérez. Somos los únicos supervivientes de una espantosa tragedia… ¿Sabe a dónde nos dirigimos?
-Si mis cálculos no fallan, a Cuba. Es un viaje largo con los medios que disponemos, pero realizable.
-¿Y después a dónde piensa ir, doctor?
-¿Yo? De vuelta a Europa. Londres, o quizás Viena. Allí tengo algunos amigos mucho más sabios que yo- dejó de remar un segundo, y extrajo de su chaqueta un tubo sellado con un corcho. En su interior, almacenaba la droga que recogiera Núñez- que me ayudarán a desentrañar los secretos de esta droga. Y con un poco de suerte, encontrar una vacuna, o una cura ¿Y usted padre?
-También volveré a Europa, al Vaticano. Confío en que allí podrán enseñarme la forma de combatir esta maldición.
-¿Maldición?- dijo, con un tono irónico, al tiempo que retomaba los remos- ¿Aún no confía en que la ciencia podrá darle explicación y solución?
-No quiero discutir contigo, hijo. Tú y yo somos hombres muy distintos, pero ambos buscamos lo mismo: la verdad. Y buena parte del camino la tendremos que recorrer juntos.
El doctor asintió. Tras una pausa, en que escucharon al clamar de las gaviotas, consultó:
-¿Qué pasará con él?
Todavía era posible distinguir el bote del capitán Villarroel, ya muy lejos, en la dirección contraria, irrumpiendo en la infinita profundidad del cielo y del mar.
-Que Dios se apiade de su alma, hijo mío.
Dicho esto, el doctor y el sacerdote remaron en silencio largas horas, adentrándose en un inconmensurable y pacífico mar, rumbo al horizonte.

***

Muchos años después, un hombre, bastante alto y próximo a la ancianidad, subía por un empeñado camino perdido en la sierra peruana. Estaba envuelto en ropajes andinos, y en sus brazos cargaba un bulto del tamaño de una persona. Alfonso Villarroel hacía un esfuerzo sobrehumano por acomodarse al escaso oxígeno, pero su edad y su debilitada salud no mermaban sus energías.
Había esperado muchos años ese momento. Nunca hubiese esperado que terminaría sus días en esa tierra que tanto aborreció, que le había privado de dos de sus dedos y de su mujer. No obstante, su vida había cambiado mucho. Él mismo había cambiado, ya no era el altivo militar vasco que tanto valorara la armada española. Ahora pasaba fácilmente por uno de los tantos mendigos que pululaban allá abajo a los pies de la cordillera. Había gastado su vida, sus recursos, y todo lo que tenía, para ver realizada su obsesión.
El mundo había cambiado también, junto con el Caribe. Había nuevos países independientes, Cuba seguía siendo española, pero lo principal, era que los negros se habían retirado luego de dos décadas de dominio de Santo Domingo. Oficialmente, los dominicanos habían conquistado por su propia cuenta su independencia. Nadie decía ni una palabra sobre muertos vivientes, salvo los rumores.
A esas lejanas tierras, la notica tardó algunas semanas en llegar. A Villarroel le tenía sin cuidado. No estaba interesado en averiguar cómo demonios habían hecho frente a esos zombies. Si con ciencia, magia o religión, le daba lo mismo. Mientras ninguna de esas cosas tocara a su amada Graciela, estaba conforme.
Finalmente llegó a la cima del peñasco. Allí lo estaba esperando la misma Mambo que conoció en el caribe. Inalterada por el paso del tiempo. Frente a ella, había un altar, usado por los incas desde hacía siglos para sacrificar ofrendas a los dioses. Sobre éste, depositó el bulto que cargaba. Retiró el pañuelo de su boca para contemplarlo mejor. Tenía una larga y sucia barba, además de notables ojeras que lo hacían ver mucho más viejo de lo que realmente era. Quitó la frazada que cubría la parte superior del bulto, y dejó al aire el rostro de la momia de Graciela. Cuidadosamente momificada por los mismos indios que le dieron muerte. El trabajo era notable, a lo lejos pasaba por una mujer durmiendo. Su belleza seguía intacta, y eso era lo que más esperanza le daba al ya viejo Villarroel de recuperar a su mujer.
La Mambo dio inicio al ritual. Desplegó una larga perorata en creóle, luego en la lengua de los dioses africanos, y finalmente, en el lenguaje de la Pachamama. Una larga algarabía de gruñidos y sonidos en apariencia indescifrables.
Había cuatro antorchas encendidas, una en cada esquina del altar, que se mantenían encendidas a pesar de los fuertes vientos de la cordillera. El cielo se oscureció. Nubarrones oscuros e intimidantes se cernieron sobre sus cabezas. Una fuerza intangible, ajena a toda comprensión y control de los mortales, estaba siendo convocada por la negra.
Villarroel estaba de rodillas, sin levantar la mirada. Orando los conjuros impronunciables que le había enseñado la negra, depositando todo su ser en deidades paganas, y otras olvidadas hacía siglos.
La Mambo se agitaba cada vez más. Hablaba y hablaba. Movía los brazos, agitaba ramales en llamas. Los cóndores volaron lejos de sus nidos, y los animales más próximos rugieron y se alejaron. La atmósfera estaba cargada de una tensión eléctrica. Parecía que iba a llover en cualquier minuto. Entre el humo y la altura, el oxígeno se volvía cada vez más escaso, y Villarroel luchaba por no desvanecerse. Su corazón palpitaba fuertemente. La negra llegó al clímax de su discurso. Los dioses habían escuchado su llamado.
Y la tierra respondió. El terremoto fue tan fuerte que Villarroel debió tirarse al piso para no resbalar. Inexplicablemente, la Mambo seguía allí de pie, quieta como un tronco, y orando cada vez más rápido y fuerte.  La tierra se trizó. Rocas se abrieron, y el altar también. La grieta se tragó al cuerpo de la momia. Villarroel se despegó automáticamente del piso. No esperó a que terminara el terremoto y se acercó, tambaleando. Tras un largo intento, logró aferrarse al altar. Se asomó, buscando a Graciela. Su cuerpo no estaba, en su lugar brotaba un resplandor rojo-amarillento del interior de la grieta. Villarroel gritó su nombre, buscándola. Desde lo más profundo de la roca, distinguió una silueta femenina acercándose, y su pecho se infló de esperanza.
-          Graciela, mi amor, volviste…
La ilusión no tardó en desvanecerse, y en dar paso a la figura imparable de un infernal dragón. El demonio, escoltado por el eco de un largo bramido, surgió de lo más remoto y profundo de los infiernos para atrapar a Villarroel de un mordisco y, antes de que pudiera percatarse de lo que le pasaba, arrastrarlo consigo a las profundidades del volcán en que se había convertido el peñasco del altar.
La vida de Villarroel se fue en el grito de espanto y horror que lanzó al ser abducido por el demonio. Todo ocurrió tan rápido, todavía no terminaba de temblar, pero el grito del ex capitán fue rápidamente ahogado por la estridente risa de la bruja que fraguó su horrendo destino.

Cuando el terremoto cesó y la tierra se cerró, relegando nuevamente al olvido al volcán dormido, entre tantos otros que ocupan el Andes Peruano, la bruja negra siguió riendo. Su malévola y aterradora risa siguió resonando entre los más bastos ecos de las paredes de rocas andinas, erizando la piel de todo viajero que tomara una ruta cercana, y sacando de su sueño a decenas de momias que aún yacían dormidas entre los recovecos de las grutas y cementerios incas. 


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