sábado, 5 de abril de 2014

Tarantino y Shakespeare

El irreverente Tarantino se caracteriza por su peculiar estilo de cine. Sin más estudios del séptimo arte que su paso por un Blockbuster y su formación autodidacta, sus películas a primera vista pueden parecer un pastiche aficionado de cowboys, samuráis y mafiosos, siempre con la violencia como denominador común.
Así, entre los géneros que más obsesionan a Tarantino encontramos el Grindhouse, Kung-fu y los Spaghetti-Westerns. Los cuales, mezcla, parodia y reamolda en cada cinta. O como resumiría magistralmente el guionista Andrés Kalawski: “A Tarantino le gusta el leseo”.
Tanto su estilo como sus diálogos tienden a salirse de los cánones de agilidad y economía del lenguaje al que nos han acostumbrado los estándares hollywoodenses. Y es que la intención de Tarantino nunca ha sido la de apegarse a las reglas: gustoso de diálogos redundantes, y reiterativos, le gusta dejar a sus personajes hablar. Aunque muchas veces la palabra nigga y las conjugaciones del verbo fuck delinean historias y epítetos bastante racistas, además de constituirse en sí en recursos bastante chabacanos para atraer la atención de los grandes públicos, el resultado final no deja de ser atrayente (excesiva y persuasivamente violento según algunos), para críticos y público masivo.
Pero sus películas van más allá del mero pastiche de cultura pop (como su aclamada Pulp Fiction). Consciente o inconscientemente, el cineasta de prominente mentón nos entrega también algunas imágenes bastante shakespereanas en sus largometrajes.



En su último film, Django Unchained, vemos al villano, Monsieur Candy, interpretado por Leonardo Dicaprio, pronunciar un notable monólogo, de esos que no faltan en las mejores de Tarantino (Piénsese en David Carradine para Kill Bill II o Christoph Waltz en Unglorious Bastards), acompañado de la calavera de “Ben” un esclavo negro que conoció cuando pequeño. Mismo esclavo que afeitó a su padre, y al padre de su padre, durante cincuenta años. Además de reforzar la idea de la crueldad y el sadismo de este despótico negrero (ya lo vimos asesinar a un esclavo cojo haciendo que perros hambrientos lo devoraran),  Candy aprovecha de exponer sus conocimientos de frenología a sus invitados. A partir de esta seudo-ciencia, obsoleta hoy en día, tanto Candy como los esclavistas de entonces, justificaban la dominación de una raza sobre otra.



No es difícil hacer la relación con la escena más icónica del Hamlet de Shakespeare: el príncipe en el cementerio, mirando fijamente a la muerte, a la calavera de Yorick, El bufón real, a los ojos. A diferencia de lo que cree todo el mundo, no es aquí cuando proclama su icónico monólogo “ser o no ser”, pero sí es la ocasión en que el príncipe medita sobre la muerte, inexorable destino de todos los hombres. Tema omnipresente en toda la obra. Y tema también tratado por Candie.
Tanto Hamlet como Candie conocieron a estas calaveras en su niñez, arman el contraste entre los hombres que fueron y su estado actual. Candie lo usa como instrumento para reducir al hombre a un mero animal, una mercancía desechable y efímera según su marca (o raza). Mientras que Hamlet va más lejos: el hombre polvo es y en polvo se convertirá. Príncipes, bufones y esclavos por igual. Hamlet menciona a Alejandro Magno y Julio César atañendo a la inutilidad del poder tras la muerte; mientras Candie usa a Galileo y Newton como ejemplos de superioridad racial intelectual. Sus cadáveres si importan, pues sus cráneos revelan la raza y la inteligencia, que dejan de ser construcciones culturales para prevalecer más allá de la muerte, como parte de la ley natural. Aún con su pesimismo patente, el príncipe madura en su concepción de la muerte, aceptándola a través de esta profunda y contemplativa reflexión. Pero mientras que el monarca danés creció espiritual y filosóficamente, Candie sólo aprovechó la oportunidad para reforzar sus ideales racistas, y echarle en cara su superioridad racial a su invitado negro (Django, interpretado por Jamie Foxx), antes de encararlo por su intento de estafa y amenazarlo con abrirle el cráneo con un martillo para comprobar sus creencias.   
Es en diálogos como estos que la atmósfera se va tornando cada vez más incómoda. Los personajes saborean cada palabra, y le imprimen cada vez más tensión, acercándose cada vez más a una explosiva y violenta resolución. Piénsese en la escena de antología de Pulp Fiction, en que Samuel L. Jackson recita un extenso pasaje de la biblia (en su mayor parte ficticio) mientras está ejecutando a balazos a un alfeñique quebrado y en shock.
Pero volviendo a Django, la violencia que le sucedió a la escena del cráneo, tanto en dicho film como en la tragedia del vate inglés, tuvieron el mismo origen: una mujer. Desde la guerra de Troya en adelante que los grandes conflictos los desencadena la presencia argumental de una hembra. Django busca salvar la vida de su mujer de las garras de Candie; mientras que Hamlet reivindica su amor por la difunta Ofelia, luchando sobre su tumba contra Laertes.
Podemos ir más allá, y afirmar que en la primera historia aún tratamos con seres vivos, y lo que pasa en el mundo material es valioso para sus habitantes. Quienes sólo especulan con la muerte a través del cráneo, y se aferran gustosamente a la vida y sus excesos pues es todo lo que conocen. Hay una vida en juego, y vale la pena. De ahí que tanto Django como el Dr. Schultz le sigan el juego (hasta sus últimas consecuencias) al esclavista. Pero en Hamlet ocurre todo lo contrario: él ya conoce la muerte, la ha visto, la ha enfrentado, meditado, y finalmente la ha aceptado. La muerte de su amada viene a ser el punto culmine. A él ya no le interesa seguirle el juego a los mortales, a ratos ridículos e hipócritas (recordemos que su tío se casó con su madre tras sólo un mes transcurrida la muerte de su marido el rey) y finge estar loco como una manera de burlarse de la corte, de su padrastro, su madre, y la sociedad en general. Sociedad acaso indiferente de su destino cruel y ensimismada en sus efímeros rituales. Su enfrentamiento con Laertes es mucho más maduro: no tiene la presión de salvar una vida, ni siquiera le interesa la suya propia, simplemente va a luchar por un ideal. A limpiar su nombre, reivindicar su amor por Ofelia, y buscar la venganza. Un paradigma que sin lugar a dudas da paso para mucha sangre, quizás Tarantino, consciente de esto, optó por una trama más dinámica. Por redundante que suene, cuando la vida es todo lo que nos rodea (con la muerte como clara delimitación), la trama es más viva. Hay más vendettas y un final (un tanto) más feliz.
Otro gran ejemplo sería en la Opera Prima de Quentin Tarantino: Reservoir Dogs. Con un desenlace bastante teatral, transcurriendo la mayor parte de la trama dentro de un galpón, que podría ser perfectamente el escenario de un teatro, los personajes se mueven en un ambiente de encierro, muerte y tensión, con reminiscencias de La Soga de Hitchcock.  Dicha tensión concluye hacia el final de la historia, en que los personajes terminan matándose entre sí a balazos. Un final en el que todos los personajes mueren no puede dejar de recordarnos, nuevamente, al último acto de Hamlet, con el duelo de Laertes contra el príncipe que deriva en masacre. Otra vez algo que se sale de las reglas establecidas, no por nada el mismo Bart Simpson llegaría a afirmar sobre ese final “que si en una historia mueren todos los personajes, sería aburrida”. Ciertamente, puede dejar con gusto amargo, pero Tarantino se encarga de degustar cada gota de sangre, de exprimir hasta el último llanto de dolor posible antes de disparar el tiro de gracia. El público lo presencia, y no pueden hacer menos que aplaudir.  
Ha terminado otra historia de tres capítulos, o actos, como le gusta estructurarlas. Otro punto en común, es que ambos narradores resuelven sus tramas con un sangriento tercer acto.
En consonancia con esto, el cineasta recordaría una anécdota sobre dicha cinta, en que, tras escribir la escena del policía encubierto (un primer acercamiento al “Monólogo de tensión” que iría desarrollando en cada uno de sus films), el actor Harvey Keitel lo leyó y opinó que Tarantino “Había tomado el discurso de Hamlet para desgajarlo y rehacerlo en palabras modernas para los actores”.
Aunque el mismo realizador haya negado que esa fuera su objetivo, o cualquier intención de aproximarse al trabajo del mítico bardo, irónicamente él mismo llegaría a declarar que creía que, quizás, en otra vida “yo fui Shakespeare”.
No por nada los expertos en la materia ya han hecho estudios desentrañando vínculos y paralelos entre ambos legados. Quizás el trabajo más notorio haya sido la obra “Pulp Shakespeare” espectáculo de Broadway que recontaba la trama de Pulp Fiction como si hubiese sido escrita por el bardo inmortal en su contexto renacentista.
En resumidas cuentas, podemos apreciar que por medio de sobre actuadas escenas se desarrolla una profunda reflexión sobre la condición humana. Escenas que sólo se logran en circunstancias que ponen ciertos personajes al límite, delineando historias únicas y, en varios sentidos de la palabra, explosivas. Mientras que un dramaturgo inglés del siglo quince se valió de su extrema inteligencia y originalidad para crear estos profundos cuadros humanos, un empleado de blockbuster no tuvo ningún tapujo en romper todas las reglas de verosimilitud de su tiempo para lograrlo.






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