El irreverente
Tarantino se caracteriza por su peculiar estilo de cine. Sin más estudios del
séptimo arte que su paso por un Blockbuster
y su formación autodidacta, sus películas a primera vista pueden parecer un
pastiche aficionado de cowboys, samuráis y mafiosos, siempre con la violencia
como denominador común.
Así, entre los géneros
que más obsesionan a Tarantino encontramos el Grindhouse, Kung-fu y los
Spaghetti-Westerns. Los cuales, mezcla, parodia y reamolda en cada cinta. O
como resumiría magistralmente el guionista Andrés Kalawski: “A Tarantino le
gusta el leseo”.
Tanto su estilo como
sus diálogos tienden a salirse de los cánones de agilidad y economía del
lenguaje al que nos han acostumbrado los estándares hollywoodenses. Y es que la
intención de Tarantino nunca ha sido la de apegarse a las reglas: gustoso de
diálogos redundantes, y reiterativos, le gusta dejar a sus personajes hablar.
Aunque muchas veces la palabra nigga
y las conjugaciones del verbo fuck delinean
historias y epítetos bastante racistas, además de constituirse en sí en
recursos bastante chabacanos para atraer la atención de los grandes públicos,
el resultado final no deja de ser atrayente (excesiva y persuasivamente
violento según algunos), para críticos y público masivo.
Pero sus películas van
más allá del mero pastiche de cultura pop (como su aclamada Pulp Fiction).
Consciente o inconscientemente, el cineasta de prominente mentón nos entrega
también algunas imágenes bastante shakespereanas en sus largometrajes.
En su último film,
Django Unchained, vemos al villano, Monsieur Candy, interpretado por Leonardo
Dicaprio, pronunciar un notable monólogo, de esos que no faltan en las mejores
de Tarantino (Piénsese en David Carradine para Kill Bill II o Christoph Waltz
en Unglorious Bastards), acompañado de la calavera de “Ben” un esclavo negro
que conoció cuando pequeño. Mismo esclavo que afeitó a su padre, y al padre de
su padre, durante cincuenta años. Además de reforzar la idea de la crueldad y
el sadismo de este despótico negrero (ya lo vimos asesinar a un esclavo cojo haciendo
que perros hambrientos lo devoraran), Candy
aprovecha de exponer sus conocimientos de frenología a sus invitados. A partir
de esta seudo-ciencia, obsoleta hoy en día, tanto Candy como los esclavistas de
entonces, justificaban la dominación de una raza sobre otra.
No es difícil hacer la
relación con la escena más icónica del Hamlet de Shakespeare: el príncipe en el
cementerio, mirando fijamente a la muerte, a la calavera de Yorick, El bufón
real, a los ojos. A diferencia de lo que cree todo el mundo, no es aquí cuando
proclama su icónico monólogo “ser o no ser”, pero sí es la ocasión en que el
príncipe medita sobre la muerte, inexorable destino de todos los hombres. Tema
omnipresente en toda la obra. Y tema también tratado por Candie.
Tanto Hamlet como
Candie conocieron a estas calaveras en su niñez, arman el contraste entre los
hombres que fueron y su estado actual. Candie lo usa como instrumento para
reducir al hombre a un mero animal, una mercancía desechable y efímera según su
marca (o raza). Mientras que Hamlet va más lejos: el hombre polvo es y en polvo
se convertirá. Príncipes, bufones y esclavos por igual. Hamlet menciona a
Alejandro Magno y Julio César atañendo a la inutilidad del poder tras la
muerte; mientras Candie usa a Galileo y Newton como ejemplos de superioridad
racial intelectual. Sus cadáveres si importan, pues sus cráneos revelan la raza
y la inteligencia, que dejan de ser construcciones culturales para prevalecer
más allá de la muerte, como parte de la ley natural. Aún con su pesimismo
patente, el príncipe madura en su concepción de la muerte, aceptándola a través
de esta profunda y contemplativa reflexión. Pero mientras que el monarca danés
creció espiritual y filosóficamente, Candie sólo aprovechó la oportunidad para
reforzar sus ideales racistas, y echarle en cara su superioridad racial a su
invitado negro (Django, interpretado por Jamie Foxx), antes de encararlo por su
intento de estafa y amenazarlo con abrirle el cráneo con un martillo para
comprobar sus creencias.
Es en diálogos como
estos que la atmósfera se va tornando cada vez más incómoda. Los personajes
saborean cada palabra, y le imprimen cada vez más tensión, acercándose cada vez
más a una explosiva y violenta resolución. Piénsese en la escena de antología
de Pulp Fiction, en que Samuel L. Jackson recita un extenso pasaje de la biblia
(en su mayor parte ficticio) mientras está ejecutando a balazos a un alfeñique
quebrado y en shock.
Pero volviendo a
Django, la violencia que le sucedió a la escena del cráneo, tanto en dicho film
como en la tragedia del vate inglés, tuvieron el mismo origen: una mujer. Desde
la guerra de Troya en adelante que los grandes conflictos los desencadena la presencia
argumental de una hembra. Django busca salvar la vida de su mujer de las garras
de Candie; mientras que Hamlet reivindica su amor por la difunta Ofelia,
luchando sobre su tumba contra Laertes.
Podemos ir más allá, y
afirmar que en la primera historia aún tratamos con seres vivos, y lo que pasa
en el mundo material es valioso para sus habitantes. Quienes sólo especulan con
la muerte a través del cráneo, y se aferran gustosamente a la vida y sus
excesos pues es todo lo que conocen. Hay una vida en juego, y vale la pena. De
ahí que tanto Django como el Dr. Schultz le sigan el juego (hasta sus últimas
consecuencias) al esclavista. Pero en Hamlet ocurre todo lo contrario: él ya
conoce la muerte, la ha visto, la ha enfrentado, meditado, y finalmente la ha
aceptado. La muerte de su amada viene a ser el punto culmine. A él ya no le
interesa seguirle el juego a los mortales, a ratos ridículos e hipócritas
(recordemos que su tío se casó con su madre tras sólo un mes transcurrida la
muerte de su marido el rey) y finge estar loco como una manera de burlarse de
la corte, de su padrastro, su madre, y la sociedad en general. Sociedad acaso
indiferente de su destino cruel y ensimismada en sus efímeros rituales. Su
enfrentamiento con Laertes es mucho más maduro: no tiene la presión de salvar
una vida, ni siquiera le interesa la suya propia, simplemente va a luchar por
un ideal. A limpiar su nombre, reivindicar su amor por Ofelia, y buscar la
venganza. Un paradigma que sin lugar a dudas da paso para mucha sangre, quizás
Tarantino, consciente de esto, optó por una trama más dinámica. Por redundante
que suene, cuando la vida es todo lo que nos rodea (con la muerte como clara
delimitación), la trama es más viva. Hay más vendettas y un final (un tanto) más feliz.
Otro gran ejemplo sería
en la Opera Prima de Quentin Tarantino: Reservoir
Dogs. Con un desenlace bastante teatral, transcurriendo la mayor parte de
la trama dentro de un galpón, que podría ser perfectamente el escenario de un
teatro, los personajes se mueven en un ambiente de encierro, muerte y tensión,
con reminiscencias de La Soga de
Hitchcock. Dicha tensión concluye hacia
el final de la historia, en que los personajes terminan matándose entre sí a
balazos. Un final en el que todos los personajes mueren no puede dejar de recordarnos,
nuevamente, al último acto de Hamlet, con el duelo de Laertes contra el
príncipe que deriva en masacre. Otra vez algo que se sale de las reglas
establecidas, no por nada el mismo Bart Simpson llegaría a afirmar sobre ese
final “que si en una historia mueren todos los personajes, sería aburrida”.
Ciertamente, puede dejar con gusto amargo, pero Tarantino se encarga de
degustar cada gota de sangre, de exprimir hasta el último llanto de dolor
posible antes de disparar el tiro de gracia. El público lo presencia, y no
pueden hacer menos que aplaudir.
Ha terminado otra
historia de tres capítulos, o actos, como le gusta estructurarlas. Otro punto
en común, es que ambos narradores resuelven sus tramas con un sangriento tercer
acto.
En consonancia con
esto, el cineasta recordaría una anécdota sobre dicha cinta, en que, tras
escribir la escena del policía encubierto (un primer acercamiento al “Monólogo
de tensión” que iría desarrollando en cada uno de sus films), el actor Harvey
Keitel lo leyó y opinó que Tarantino “Había tomado el discurso de Hamlet para desgajarlo
y rehacerlo en palabras modernas para los actores”.
Aunque el mismo realizador
haya negado que esa fuera su objetivo, o cualquier intención de aproximarse al
trabajo del mítico bardo, irónicamente él mismo llegaría a declarar que creía
que, quizás, en otra vida “yo fui Shakespeare”.
No por nada los
expertos en la materia ya han hecho estudios desentrañando vínculos y paralelos
entre ambos legados. Quizás el trabajo más notorio haya sido la obra “Pulp
Shakespeare” espectáculo de Broadway que recontaba la trama de Pulp Fiction
como si hubiese sido escrita por el bardo inmortal en su contexto renacentista.
En resumidas cuentas,
podemos apreciar que por medio de sobre actuadas escenas se desarrolla una
profunda reflexión sobre la condición humana. Escenas que sólo se logran en circunstancias
que ponen ciertos personajes al límite, delineando historias únicas y, en
varios sentidos de la palabra, explosivas. Mientras que un dramaturgo inglés
del siglo quince se valió de su extrema inteligencia y originalidad para crear
estos profundos cuadros humanos, un empleado de blockbuster no tuvo ningún
tapujo en romper todas las reglas de verosimilitud de su tiempo para lograrlo.
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