domingo, 25 de agosto de 2013

Nuclear Falklands


Nuclear Falklands



I


El camino de tierra apenas estaba iluminado por los primeros rayos del crepúsculo. El frío carcomía hasta los huesos más fuertes, y Enzo Ripetti, sin otro abrigo que su uniforme, trotaba para llegar lo más pronto posible a su destino. Cada suspiro, incluso cada gota de transpiración que exhalaba, se transmutaba en vapor, el cual se sumaba a la brisa costera que le zumbaba en los oídos.
La improvisada base se ubicaba en las afueras del pueblo, consistía en una bodega acondicionada para la situación. Sobre ésta hondeaba desordenadamente la bandera argentina.
En el pórtico, un soldado raso efectuaba de guardia.
   -Nombre.
   -Teniente Enzo Ripetti, rama de tierra.
El soldado echó una rápida revisión visual a Enzo. Su uniforme corroboraba su identidad. Su pelo castaño, expresión juvenil y estatura media eran idénticos a los archivos que le habían mostrado de los militares que podía dejar entrar al recinto.
   -Pase- dijo al cabo de un instante.
Antes de entrar, le dedicó una última mirada al ambiente matutino. Más allá de las praderas de hierbas otoñales se distinguía el océano, pero curiosamente ningún buque.
En el interior lo esperaban tres coroneles, y un militar que le era particularmente familiar: el general Andollini, comandante en jefe de la operación de invasión. Alto, de ojos azules, y como siempre, con su impecable uniforme y gorra.
   -General- le saludó, con la mano sobre la frente.
   -Descanse, teniente.
   -¿Por qué estamos aquí?
   -Ni yo mismo lo sé, dicen que se trata de un prisionero- contestó, con su marcado acento porteño- Y necesitaremos un intérprete.
   -Eso pensé, mientras no sea un nepalés creo que podré ayudar.

Los guardias del recinto los hicieron esperar unos minutos antes de entrar al cuarto contiguo donde estaba el prisionero. Tiempo durante el cual el general platicó con un uniformado calvo y de gruesos lentes, al parecer él había sido quien convocó a los militares; mientras que Enzo conversó con un viejo conocido, un militar de prominentes entradas y nariz aguileña, el coronel de la fuerza aérea Justo Farías.
   -¿De qué crees que se trate?
   -Debe ser alguien importante, quizás un general- afirmó Farías-. Ya sabes lo que pasará, lo interrogaremos, lo asustaremos un poco y luego lo mandamos al Uruguay.
   -Esto me parece sospechoso, ¿por qué no interrogarlo en un buque?
   -Desde que esos hijos de puta hundieron el Belgrano que ya no le tiene  fe a los buques. Si te fijas, lo están trasladando todo a tierra.
   -Uff, extraño mi buque. Los camarotes eran mucho más tibios que este infierno. Encima nos alimentaban como Dios manda, no he comido nada en dos días…
   -¿Y qué esperabas? ¿Que venías de vacaciones? La cosa está difícil, hijo. No hay suficientes alimentos, ni suficientes medicinas, ni suficientes doctores… tengo a tres de mis hombres con gangrena, y temo lo peor.
Volteó momentáneamente para asegurarse de que no los escuchaban. Los demás coroneles estaban hablando con el general.
   -Tú y yo sabemos que esto no da para más, pibe- le comentó en voz baja.
   -¿Cuánto cree usted?
   -Una semana, quizás dos. Difícil saberlo, podrían intentar un desembarco ahora y reconquistar al menos una de las dos islas. Querido, tú y yo sabemos que haría falta un milagro para…
El sonido de unas pesadas botas acercándose lo hizo guardar silencio. Tras ellos se encontraba la figura de más de uno noventa del general Andollini.
   -Las guerras no se ganan con tanto optimismo, Farías- su entrecejo, eternamente fruncido, delataba su molestia. Ninguno de los dos quería problemas con un hombre tan cercano a la junta- quizás me equivoqué al ascenderlo tan joven a teniente, Ripetti ¿tiene lo necesario para la guerra?
   -Sí, señor. Desde luego que sí- contestó secamente.
   -¿Y usted, Farías?- volteó hacia el coronel- no estará pensando en desertar de nuevo, como lo hizo con los montoneros.
   -Fui miembro del partido, pero desde el principio un agente del ejército, usted lo sabe- se defendió Farías- fue gracias a mí que logramos desarticular tan pronto el poder peronista y a los subversivos. Mi lealtad siempre ha sido con la patria.
   -Por supuesto- con su habitual estilo, le lanzó una mirada penetrante y enderezó su espina con las manos tras la espalda- Ya podemos pasar, caballeros.
El cuarto al que accedieron los cinco militares debía ser el más escondido del recinto. Su interior era torpemente iluminado por una lámpara a gas sobre un escritorio. Frente a éste, una silla con un soldado que vestía un uniforme de piloto de la RAF. A cada lado del prisionero, un soldado argentino vigilándolo.
   -Muy bien, ¿qué tenemos aquí?- preguntó el general.
   -El San Martín bombardeó su helicóptero alrededor de las tres de la mañana, señor- informó el uniformado calvo. Éste portaba una gruesa carpeta bajo el brazo. Para Enzo, el hombre tenía un aire más bien de burócrata antes que de militar- Se encontraba haciendo un vuelo de reconocimiento sobre Georgias del Sur. Cayó en paracaídas al océano y una patrulla nuestra lo recogió inmediatamente después.
   -Ripetti, ya sabés que hacer.
Enzo se acercó al prisionero. Éste no movía un músculo, estaba completamente impávido sobre su silla. Su rubio cabello aún estaba húmedo. Su complexión era fuerte y sus ojos azules parecían mirar un punto indeterminado en el vacío.
   -Do you speak spanish?
El hombre se mantuvo inerte. El uniformado de lentes hizo un gesto a uno de los guardias, el cual se aproximó al inglés y le dio un golpe en el hombro con el mango de su fusil.
   - ¡Responde, mierda! Answer the question!
Luego de lanzarle una furiosa mirada a su agresor, el prisionero habló una larga, pero plana secuencia de palabras en inglés.
   -Dice que su nombre es Winston Albus Smith. Comandante de la Real Marina del Ejército de Su Majestad. Número de serie 1123581321,- tradujo Enzo- de acuerdo al tratado de Ginebra es todo lo que le podemos preguntar.
   -He´s lying!- dijo en inglés el hombre de lentes, de modo que lo entendiera el prisionero.
Todos voltearon a verlo, Andollini reaccionó:
   -En español, Fernández.
   -Está mintiendo, mi general- aclaró Fernández, y abrió, con un robótico gesto, su carpeta- su uniforme dice que pertenece al barco “HMS Invincible”. Como sabe, hundimos ese buque hace tres días, y logramos recuperar del naufragio los registros de la tripulación. No había ningún Smith en ese barco.
Sentenció, apuntándolo con el dedo. Dicho esto, el general Andollini se acercó al prisionero y, bruscamente, lo agarro del cabello.
   -Ya escuchaste, querido. Dejáme decirte algo sobre nosotros: a mí y a la Junta nos interesa un carajo el tratado de Ginebra. Y yo, en particular, tengo poca paciencia. Así que deja de hacerte el listo con nosotros y dinos quién eres. Lo harás por las buenas o por las malas. Ésta es tu última oportunidad.
El británico no movió un músculo durante todo ese tiempo. Apenas desvió las pupilas por un instante para ver a los ojos a Enzo una vez que Andollini había terminado de hablar.
   -¡Ripetti, traduce!
Disimulando su nerviosismo, tradujo las advertencias del general. Pero el prisionero siguió sin colaborar.
   -No importa, tenemos métodos para hacerte hablar- Andollini se dirigió al escritorio y extrajo una caja de su interior. Enzo no pudo ver el contenido de ésta cuando Andollini la abrió, pero alcanzó a distinguir algo similar a una jeringa.
   -General, ¿está seguro de esto? Nos podemos meter en problemas- advirtió Farías.
   -No se preocupe. No le dejará marcas… permanentes. Muchachos- se dirigió a los guardias- ya saben qué hacer. El resto esperaremos afuera. Ripetti, quédate con ellos.
Enzo estuvo a punto de decir algo, pero se tragó sus palabras. Órdenes eran órdenes. Y la guerra era la guerra.
Los demás salieron de la habitación. Mientras se cerraba la puerta, Farías alcanzó a ver cómo los soldados se arremangaban las mangas, y una expresión de temor en el rostro de Enzo.


Durante el tiempo que esperaron en la habitación contigua, los militares conversaron sobre lo posibilidad de reemplazar todos los autos con el volante a la derecha que habían en las islas, por unos de fabricación argentina. Mientras que el general daba órdenes a través de un teléfono a las tropas en tierra.
Poco más de una hora después, la puerta se volvía a abrir. Enzo salió con un papel en la mano, y en éste una firma escrita con una mano temblorosa. Se veía anonadado, y su asombro se reflejaba en su voz.
   -Tengo toda la declaración señor, firmada por su puño y letra- le dijo a Andollini-: Andrew Albert Christian Edward Windsor, Comandante de la Real Marina británica. Número de serie 4815162342.
   -Que nombre más largo ¿Le dijo algo más?
   -Señor… es el Príncipe Andrés.
Los ojos del general se abrieron como platos. La mandíbula de Farías se desencajó, al tiempo que echaba una mirada al interior de la habitación: Windsor estaba de espaldas a él, echado en la silla, notoriamente cansado y con las manos amarradas tras la espalda.
   -¿Estás seguro?
   -No mentía señor, nos aseguramos de eso- precisó uno de los soldados del interrogatorio.
El general volteó hacia sus coroneles por un instante. Por primera vez desde que habían llegado los británicos que una chispa de alegría se dejaba entrever en los ojos del frío uniformado.
   -Cabelleros… comuníquenme inmediatamente con la Junta. Tenemos buenas nuevas. Muy buenas…
   -De inmediato, señor.
Andollini entró en la habitación. Contempló al semi-inconsciente y sudado príncipe en su silla como si fuera una valiosa pieza de colección. Lo agarró de su saliventa mandíbula y dijo:
   -Príncipe Andrés, heredero del trono… parece que es nuestro día de suerte, caballeros. Esto me recuerda a cuando los alemanes capturaron al hijo de Stalin durante la segunda guerra mundial. Sólo que en este caso la ventaja es mayor: el enemigo no es tu padre, un frío militar capaz de darte la espalda, niño gringo, sino tu madre. Ahora lo que tenemos que hacer es apelar al instinto maternal de la reina madre…
   -Andollini, espere. Tiene que estar muy seguro de lo que va a hacer- dijo Farías mientras entraba en la habitación- ya hemos hecho demasiado con este chico, y que sea el príncipe vuelve esta situación más grave todavía…
   -¿Grave, Farías? No se da cuenta que nos ha caído del cielo un milagro, como usted clamaba. Éste será el ultimátum que enviaremos a Londres y a la señora reina- se dirigió nuevamente a su escritorio, guardó la caja y extrajo del mismo cajón una botella con Fernet-: su hijo, a cambio de las islas. Nuestras islas.
   -¿Se da cuenta de lo que está diciendo?- repuso Farías- ¿Está pidiendo rescate por el chico? Esto nos convierte en secuestradores, y viola todos los tratados internacionales…
   -La Gran Patria Argentina está por encima de todos esos tratados, Farías- afirmó, con un aire épico y orgulloso en su voz. Extrajo unos pequeños vasos de cristal y sirvió el Fernet en ellos- estas islas nos pertenecen por derecho histórico. Y haremos todo lo necesario para recuperarlas. 
Hizo un leve ademán a los soldados para que desamarraran al príncipe. Luego le sirvió a cada uno de los presentes, incluyendo al prisionero, un vaso de bebida.
   -Fernández, déjeme felicitarlo, creo que se ha ganado un ascenso- le dijo al militar cuando le pasó su copa. Éste asintió con una maquiavélica sonrisa-. Dios nos ha mandado un milagro. Siempre lo he dicho, compatriotas. Dios es argentino- levantó su copa bien alto y dijo:- Caballeros, dios salve a la Reina.
Dicho esto, bebió de un trago el contenido del vaso. Los demás esperaron a que el británico llevara con su temblorosa mano la copa a sus labios antes de seguirlo.



II


La pantalla era bastante mala. A ratos se le iba el color al televisor, pero uno lograba distinguir claramente cómo se le escapaban lágrimas a la mujer que daba el discurso a miles de kilómetros del territorio argentino.
Sus suntuosas joyas y ropas eran tapadas por los subtítulos del noticiero, claro que Enzo no necesitaba leerlos para entender qué decía.
Cuando terminó de hablar, el reportero del programa comentó:
“Así es, Pablo (se dirigía al conductor de noticias), como podemos apreciar, la reina Isabel II se quebró durante su discurso, donde informaba de ésta situación que pone aún más tensas las relaciones con el Reino Unido. Fuentes extra oficiales afirman que hay presiones desde la Familia Real para poner fin a esta guerra, pero la administración de Thatcher se opone rotundamente a cualquier tipo de…”.
La señal se había vuelto a ir, luego de dar infructuosamente un par de golpes al gastado aparato, Enzo optó por apagarlo.
No era buena la señal en la base de Río Gallegos, pero Enzo valoraba el estar de vuelta en el continente, y con una mejor alimentación. Su trabajo en la torre de comunicaciones era mucho más apacible que el de las gélidas islas.
Poco después de apagar el televisor, entraban en la sala de controles el coronel Farías y el general Andollini, ahora convertido en ministro de guerra y en el líder absoluto de la contienda.
   -Che, esto es increíble. Si antes teníamos los ojos del mundo puestos en nosotros, ahora tenemos los ojos del universo- dijo Farías en cuanto entró.
   -¿Y el príncipe?- preguntó Enzo desde su silla.
   -No te preocupes por él, está sano y salvo en una cómoda celda en Comodoro de Rivadavia. Virtualmente impenetrable e indetectable- dijo Andollini.
El imponente general se acercó a uno de los cristales a contemplar el paisaje marino desde la altura de la torre. Con aire pensativo y las manos tras la espalda.
   -Antes me preocupaba la intervención de Estados Unidos. Pero las relaciones con la Unión Soviética y la retórica belicista del camarada Andropov se han vuelto más tensas que nunca estos últimos días. Me atrevería a decir que más que en la crisis del ´62. El mundo es una gran tablero de ajedrez, caballeros. Y parece que esta partida se ha volcado en nuestro favor. Reagan está más preocupado del “imperio del mal”, es poco probable que intervenga en este conflicto por unas islas al fin del mundo.
   -Perfecto, entonces sólo tenemos que hacer frente al Imperio Británico, eso sí que es un alivio.
   -¿Es eso sarcasmo, Ripetti?- miró por sobre su hombro al joven teniente, sin mover otro músculo de su rígido cuerpo.
   -Un filósofo romano dijo una vez, “Quién no conoce la historia, está…”
   -“Condenada a repetirla”- dijeron ambos al unísono.
   -Usted comparó esto con la captura del hijo de Stalin, general- siguió Ripetti- como usted sabe, Stalin desconoció que éste fuera su hijo. Poco o nada influyó en la guerra y éste murió como un prisionero más en el campo de concentración alemán. En Inglaterra, el poder de la reina es simbólico. Quien lleva las riendas del país es la señora Thatcher, y ella no dará su brazo a torcer por un soldado más.
   -En la Junta no piensan así, teniente- se alejó de la ventana para rebatirle- A lo largo de la historia, los reinos europeos han canjeado en varias oportunidades amplios terrenos por causa de un monarca. Y creo que el príncipe heredero vale por un par de islas en el fin del mundo.
   -El pibe tiene razón, Andollini- agregó Farías- lo peor que puede hacer es subestimar a los ingleses. No han perdido una guerra en siglos y dudo que vayan a dejar que la primera derrota sea contra nuestro país.
Andollini iba a contestarle, pero un poderoso estruendo afuera lo interrumpió. Un extraño eco comenzaba a percibirse, cada vez más fuerte. Enzo se levantó de su silla y se acercó a la ventana junto al general y al coronel.
Un hongo de humo se alzaba en el horizonte junto a la costa. Enzo aún no terminaba de procesar la idea cuando, apenas unos instantes después, la onda expansiva golpeó al cristal, destruyéndolo sobre los uniformados argentinos y expulsándolos poderosamente contra la pared.


Enzo sólo alcanzó a estar unos minutos en la improvisada camilla en el primer piso de la base. La enfermera apenas pudo ponerle una venda alrededor de su frente y una compresa fría para el chichón en su cabeza. Aunque aún sentía pequeños fragmentos de cristal en su cuero cabelludo, un cabo lo hizo levantarse. Dijo que el general lo necesitaba y urgentemente. Éste lo ayudo a ponerse de pie. Mientras caminaba apoyado sobre el uniformado, tuvo tiempo de despabilarse y tomar consciencia de la situación: el lugar era un caos, los cristales estaban rotos, y por lo visto la base se había convertido en una enfermería para los heridos de la explosión. Teniendo cuidado de no pisar a ningún herido en el camino, llegó a donde estaba el general Andollini. El militar, con un parche en el ojo izquierdo, y sin su chaqueta militar llena de condecoraciones, manejaba un aparato de radio  de donde recibía una transmisión, la cual escuchaba sólo él con unos audífonos radiofónicos conectados al radio. En cuanto vio a Enzo, se quitó los audífonos y, sin perder un segundo, se los puso al joven teniente.
   -¡Traduzca, teniente!
Acató su orden. Reunió toda su fuerza de concentración, y siguió las palabras del mensaje británico.
   -Dicen que esto fue sólo una advertencia… que tuvieron cuidado de no arrojarla en un lugar donde hubiera civiles… sólo la base militar… que exigen el fin de las hostilidades, y la devolución de las islas, así como del príncipe Andrés, vivo e ileso.
   -¡Esto tiene que ser una broma, carajo!- exclamó el general y golpeó la mesa sobre la que se encontraba el aparato transmisor.
A pesar del desorden y el bullicio general, varias enfermeras y heridos voltearon a escuchar sus gritos.
   -¡Qué se creen estos hijos de puta para arrojarnos una bomba atómica en nuestro territorio!
   -Le advertí que esto podía pasar, general- le reprochó Ripetti- Espere, hay más… dicen que tienen más, y apuntando a los busques argentinos en Las Malvinas… y que pueden destruirlos sin hacer daño a los isleños.
   -¡La puta que los parió! Carajo, esta guerra ha llegado hasta el mismo continente- exclamó, notoriamente desesperado y con una mano en su frente-… ¿En verdad pueden usar las bombas en las islas sin dañar a sus habitantes?
   -Es posible, señor- afirmó Farías, quien llegaba con un yeso en la pierna izquierda y muletas- es tecnología experimental según sé, pero los británicos ya la deben manejar.
   -¿Cómo está tan seguro?
   -Estudié ingeniería nuclear ¿recuerda?
   -La puta que te parió, Farías ¡¿Que no hay tratados internacionales para no…?! Olvídenlo, no he dicho nada…
   -General, -dijo Enzo- lo único que podemos hacer ahora es enviarlo al Uruguay y de ahí…
   -¡Jamás! Eso sería un símbolo de debilidad. Es el puño de la dama de Hierro lo que ha caído esta mañana sobre territorio argentino. No devolveremos al chico, puedo asegurarte que aún podemos negociar con su mamita la reina…
   -¡De qué negociación me está hablando! Nos acaban de lanzar una bomba nuclear, esta guerra fue una locura desde el principio, y usted lo sabía. No podemos competir con eso…
   -¡No me digas que no podemos! Alguna solución tiene que haber… necesitamos armas nucleares. Hay que combatir el fuego con fuego.
   -Usted muy bien sabe que nuestra capacidad tecnológica está muy lejos de tener algo así.
   -Oh, no. Claro que no. Aquí todo se puede ¡Esto es Argentina, carajo! - pensativo y desesperado, llevó su mano derecha a su mentón y comenzó a caminar en círculos-… Que en los años cincuenta Perón no estaba construyendo un reactor nuclear con este austriaco, ¿cómo se llamaba…? un tal Richter.
   -Se nota que usted no recuerda la historia- Enzo sabía que más tarde le acarrearía problemas discutir con Andollini, pero ya estaba encima de él explicándole muy enfáticamente:- Richter fue un charlatán, y se gastó millones de pesos del Estado en construir un reactor y bombas que nunca funcionaron ¡Fue otra de las metidas de pata de Perón!
   -Disculpe, general- interrumpió Farías, con una cara de no estar seguro de lo que estaba a punto de decir.
Los militares voltearon hacia él. Al parecer Farías no quería que nadie más aparte de Andollini y Ripetti lo escucharan, pero ya la mitad de la base tenía su atención centrada en el par que discutía. Así que dijo, casi susurrando:
   -Eso no fue… tan así.
Andollini y el teniente lo miraron incrédulos.
   -¿Qué parte?- preguntó el teniente.

***

Sólo llevaban unos minutos a bordo del submarino, pero Enzo no podía evitar sentir náuseas. Y es que ya se sentía mal desde el instante en que se subió al helicóptero para dar un viaje de dos horas a San Carlos de Bariloche, e inmediatamente después, abordar el submarino en el disimulado puerto del lago Nahuel Huapi. “Por eso no entré a la marina como quería mi viejo” pensó.
A través de la escotilla podía apreciar la difusa mole de la isla Huemul, por un segundo pensó que el submarino iba en colisión directo contra ésta, pero al último minuto, una escotilla se abrió en medio de la roca y el submarino SS Nahuelito entró sin problemas.
Adentro, se cerraron escotillas, y se drenó el agua de la esclusa hasta dejar a la nave suspendida en un estanque  de unos cuantos metros de profundidad, en un puerto para submarinos oculto en el corazón de la isla. La estructura parecía construida en su mayoría con cobre, y bien iluminada con una instalación eléctrica acorde.
Junto al submarino, había una plataforma que conectaba al exterior de la esclusa. Farías guió a Enzo y al general a través de dicho camino. Gracias a una mejor atención en el hospital militar de  Bariloche, que ahora Farías podía caminar con relativa normalidad, con un bastón y el pie enyesado. En cambio, Andollini mantuvo su parche de pirata en el ojo.
Mientras caminaban, Enzo echó una última ojeada al extraño submarino: su coraza estaba camuflada de forma que parecía un tronco o el lomo de un animal muy grande.
Hacia el final de la plataforma había una escotilla, y a su lado un pequeño teclado con una pantalla, similar a una calculadora, donde Farías ingresó una contraseña. Mientras digitaba, dijo:
   -Oficialmente la Argentina posee dos plantas nucleares, pero dependemos de afuera para refinar por completo el Uranio- el aparato aceptó la contraseña. Emitió un sonoro “Bip” y luego Farías jaló una pesada palanca en el otro costado que inició la apertura de la pesada escotilla-. Lo cierto es, que aquí hemos logrado mucho más que eso.
Lentamente se abrió la mole metálica para dar paso a un mundo totalmente nuevo. El interior de la isla estaba convertido en una enorme instalación científica, blanca casi en su totalidad. Científicos daban vueltas de un lado a otro atendiendo a la más diversa gama de complejas tecnologías. Computadores de los años cincuenta compartían espacio con computadores Macintosh, tubos de vacío y medidores de presión mantenían ocupados a técnicos que registraban datos en sus cuadernos, y hacia el centro brillaba lo que parecía ser un sol de diez metros de diámetro contenido en un largo tubo de cristal polarizado que atravesaba el techo y el piso.
Claramente pasmado, Farías los invitó a pasar.  
   -Pero… ¿Qué es todo esto?- preguntó Enzo.
   -Es el trabajo de toda una vida de Ronald Richter, protegido por el mismísimo presidente Perón- respondió Farías, quien los guió en su camino al interior del complejo.
   -¿Pero quién financia todo esto?- inquirió Andollini.
   -¿No creerá que todas las ganancias de la posguerra iban a parar sólo al bolsillo de Perón, verdad? Richter trabajó en la superficie de esta isla hasta 1952 con la protección del gobierno. Le había prometido al presidente que lograría la tan anhelada fusión nuclear controlada, el santo grial de la física nuclear. Haciendo cálculos, el viejo determinó que el único modo de lograrlo era con una explosión similar a la de la bomba de hidrógeno. Para ello, cavaron muy profundo un pozo cientos de metros bajo el suelo de la isla donde probaron el prototipo.
   -¿Y funcionó?
   -Sí, pero por desgracia demasiado bien: hubo un accidente en la superficie. El pulso electromagnético destruyó gran parte del equipo y mató a varios de los científicos. Afortunadamente, Richter sobrevivió. Pero con los resultados obtenidos, Perón llegó a la conclusión que lo que se estaba construyendo aquí era mucho más poderoso de lo que imaginaba. Esto no sólo podía abastecer de energía limpia y gratuita a todo el continente, también tenía un enorme potencial bélico. Así que optó por la clandestinidad. El proyecto pasó a ser secreto de Estado. Y se falsificaron informes y documentos que informaban al público que todo había sido un fraude.
   -Ya veo… luego aprovecharon el enorme hoyo de la explosión para construir este complejo- agregó Andollini.
   -Más que aprovechar, general, teníamos que hacerlo: el núcleo de poder es un sol en miniatura. Y el corazón de esta isla- habían llegado al cristal polarizado. Farías se apoyó en una cerca metálica que lo rodeaba para contemplar a la titilante luz- Si no lo envolvíamos en un campo de contención electromagnético corría el riesgo de desestabilizarse y expandirse hasta tragar toda esta isla, el lago, y quién sabe qué más.
   -…Extraordinario… - dijo en voz baja Enzo.
Farías los condujo al lado opuesto del tubo, donde se encontraba un anciano hombre en bata de laboratorio. Éste daba instrucciones en alemán a un joven técnico mientras tecleaba en un panel de control pegado al tubo.
   -General, teniente, tengo el honor de presentarles al profesor Ronald Richter, profesor.
El hombre les dio la mano derecha a los tres militares. Ésta la tenía enguantada en un grueso guante industrial de color negro. Por su rigidez, daba la impresión de ser una prótesis. Era bastante viejo, de estatura media-baja (más o menos del porte de Enzo), tenía una larga cicatriz en la mejilla izquierda, y le faltaba el lóbulo y un poco más de la oreja del mismo lado.
   -Camaradas, es un placer. Bienvenidos a la isla Huemul- les dijo con un marcado acento extranjero.
   -Profesor- se dirigió a él Andollini- es admirable todo lo que han hecho aquí. No tenía idea de que el proyecto Huemul había llegado tan lejos.
   -Nadie lo sabe. Ni siquiera el general Perón, que en paz descanse, vivió para ver todo lo que logramos. Síganme, por favor.
El austriaco los hizo descender por un pasillo que conectaba a pisos inferiores. En el techo se interconectaban distintos cables industriales y gruesos tubos por los que pasaba agua. Al costado izquierdo había una pantalla que miraba al lago y un enorme equipo de turbinas similar al de una represa.
   -Como pueden observar, el núcleo de poder es la fuente de todos nuestros logros- explicó Richter-, pero al mismo tiempo cuesta trabajo mantenerlo funcionando. Replica de forma casi idéntica a la forma de una estrella. Con la gran diferencia de que, mientras más pequeña es una estrella, más debe durar. En este caso sucede lo contrario. Yo lo atribuyo a la falta de combustible nuclear con que iniciamos la detonación. Debemos suministrar constantemente hidrógeno y drenar el exceso de helio y partículas beta para que el ciclo nuclear sea estable y se mantenga funcionando. El campo electromagnético es alimentado con energía hidráulica que obtenemos del mismo lago, es eso lo que mantiene al núcleo encerrado en el tubo. Por el momento aún no logramos aprovechar al máximo la energía de la fuente para hacerla auto-sostenible.
   -No me digan que lo han tenido treinta años y aún no saben cómo hacerlo funcionar- dijo Andollini, quien siguió con dificultad la compleja cátedra del profesor. Pero había comprendido la idea principal.
   -Oh, no. Todo lo contrario- respondió Richter- Aún no conseguimos que el núcleo sea completamente estable. Pero suministra suficiente energía para abastecer el sólo a una ciudad del tamaño de, digamos, Buenos Aires. Y lo más importante: nos permite desarrollar nuevas tecnologías atómicas. Acompáñenme.
Subieron por un rápido ascensor hacia el que debía ser el nivel superior de las instalaciones. El piso parecía ser un hangar, donde se almacenaban al menos una docena de aviones de combate desconocidos para los militares argentinos.
   -Lo último en tecnología aeronáutica, diseñado en colaboración con Herr Kurt Tank. Lo llamamos el Pulqui V. –dijo Richter- Alcanza una velocidad de Mach 3, una altitud superior a los diez mil metros, y lo más importante: tiene un cañón nuclear. Puede disparar desde un pulso electromagnético que anule las comunicaciones de la nave enemiga a un rayo de neutrones y rayos gama que aniquilan todo a su paso.
-Increíble… no tenemos nada parecido a esto en la Fuerza Aérea –dijo Enzo, quien no disimulaba su sorpresa a lo largo del recorrido por las instalaciones. Ya se imaginaba a él recibiendo las comunicaciones de los pilotos de esas maravillas.
   -¿Tienen bombas nucleares?- consultó Andollini.
   -Pues… -Richter estaba a punto de decir algo, pero Farías le hizo un gesto con su mano y le aclaró a Andollini:
   -Creo que usted no entiende general: lo que tenemos aquí es tanto o más poderoso que una bomba nuclear. De todas formas el problema sigue siendo el mismo: no disponemos del uranio necesario para desarrollar una. Lo que sí, podemos construir una bomba de hidrógeno.
   -Bueno, no estaba entre mis planes, pero creo que si podría… -balbuceó Richter.
   -¿Estas naves podrían transportar las bombas a Londres?- preguntó, casi ansioso, Andollini.
Enzo se volteó con incredulidad hacia el general. En el ojo bueno del general y ministro brillaba un halo de obsesión.
Richter no supo que responderle, sólo atinó a decir:
   -Mi Dios, tuve un deja vu. Hace cuarenta años un hombre me preguntó lo mismo.
   -General, el fuerte de estos aviones es su armamento- explicó Farías- No pueden viajar tan lejos, los ingleses los detendrían antes. Lo que sí, pueden atacar desde la costa, y le aseguro que acabarán con la flota inglesa aprestada en Las Malvinas.
   -Entiendo… -En su pensativo rostro se evidenciaba un tanto su frustración por no poder atacar al corazón del enemigo en Londres. Claro que eso no iba a ser un impedimento para Andollini. Consideró que ya había escuchado suficiente e inmediatamente comenzó a dar órdenes:- Farías, quiero que estos aviones se sumen inmediatamente a la Fuerza Aérea Nacional. Richter, quiero que comience a construir una bomba de hidrógeno ahora mismo.
   -No cualquiera puede pilotarlos- dijo Richter- hace falta una capacitación, sus comunicaciones también funcionan en una frecuencia de onda distinta…
   -Teniente Ripetti: usted se encargará de eso. Quiero que estos aviones estén operativos lo antes posible.
   -Sí, señor.
   -Farías, venga con migo.
Enzo y el científico bajaron en el ascensor, mientras el general conducía a Farías tras uno de los aviones Pulqui con cierta parsimonia. Observaba con extrema cautela los aviones, y acariciaba la recubierta de sus narices. Dejó pasar unos momentos antes de romper el silencio.
   -Ahora necesito que me explique quién demonios controla todo esto, ¿usted?
   -No, para nada. Es una administración compartida. Richter es lo más parecido que hay a un gerente de operaciones. Sólo administramos el dinero que guardamos de tiempos anteriores. Este es un proyecto con fines netamente científicos.
   -¿Y siempre fue así?- dijo, en un tono de voz claramente desafiante. Disimuladamente retiró su palma del avión y la llevó dentro de su chaqueta.
Farías ya comprendía a donde iba la pregunta. Optó por ser sincero, dadas las circunstancias no tenía sentido guardar más secretos. Mirando hacia un punto indeterminado en el hangar le explicó:
   -En realidad no. El sueño de Perón era darle a la Argentina energía limpia e ilimitada. Y con estas armas conquistar el Uruguay, Paraguay, Bolivia, Chile; dominar los dos mares, el pacífico y el atlántico. Unificar todo el cono sur americano en una gran potencia nuclear, económica y militar que le hiciera contrapeso a Estados Unidos. Esta división estaba bajo el control directo del general Perón. Con su muerte, no supimos qué hacer. Hubo mucha desorganización, y luego vino el golpe de Estado. Se optó por no usar estas armas para la resistencia. De todas formas esta tecnología aún necesitaba ser perfeccionada. La idea era esperar a que llegara otro caudillo al poder, con el mismo carisma y pensamiento de Perón para emplearlas en su gobierno, con el núcleo estabilizado y los aviones operativos.
   -¿Y usted porqué nunca dijo nada de esto a la Junta?- exclamó Andollini, al mismo tiempo que extraía un revolver de entre sus ropas y apuntaba al coronel.
   -… Soy un doble agente, general. Lo he sido desde el principio. Les he dado desinformación, al tiempo que colaboro con los montoneros.
   -¿Y por qué nos lo dice ahora?
   -Nos lanzaron una bomba.
   -¿Y?
   -Ya se lo dije. Mi lealtad siempre ha sido con la patria.
En la voz del coronel no se apreciaba ni un ápice de temor. Con la yugular hinchada de rabia, Andollini agarró con su mano libre al cojo coronel por el cuello y apretó con fuerza.
   -Debería matarlo ahora mismo… por traición, por sedición, por fraude…- refunfuño.
El general era fuerte, y dado su tamaño era perfectamente capaz de ahorcar al coronel Farías hasta matarlo. Sin embargo, este último se limitó a observarlo fijamente, y aguantar la respiración sin intentar defenderse. Cuando Farías comenzó a ponerse morado, Andollini lo soltó.
   -Pero no lo haré… es más. Con toda esta locura, capaz que usted termine siendo condecorado por el mismo Videla.
   -…Después de la guerra, todos son generales- comentó Farías mientras se abría el cuello de la camisa.
   -Después de esta guerra, seremos más que generales, coronel…

III


Eran cerca de las seiscientas horas y por donde mirara se extendía el mar en su inmensidad. El sol ya estaba despuntando y el comandante Lejderman pilotaba el caza de una nueva generación de aviones a más de mil metros de las gélidas y ruidosas aguas del Atlántico sur. Tras de sí, un escuadrón de aviones Pulqui V volaban raudos a su objetivo. Cada uno de los aeroplanos tenía una gruesa letra “V” de color celeste pintada sobre el lomo de su blanca coraza. Los colores de la bandera argentina. Y la “V”, de Victoria.
   -Base, aquí Rey negro, ¿me copia?
“Afirmativo, rey negro”- respondió la difusa voz del coronel Farías por el transmisor del panel de control.
   -Objetivo a la izquierda a 30 millas. Aproximación 900 nudos.
“Entendido, rey negro. Ya sabes qué hacer. No nos falles, muchacho”.
En el horizonte ya se distinguía la inmensa mole metálica del portaaviones inglés. A una distancia cada vez menor, Lejderman chequeó cada uno de los instrumentos del panel de control. La altitud y la velocidad eran normales, la verdadera preocupación era la bomba de neutrones que cargaba en cada misil a los costados del caza. El medidor de radiación marcaba lecturas, pero dentro de lo normal. El comandante dio un largo suspiro que resonó en la mascarilla de oxígeno y activó el swich que lo ponía en contacto con el resto del escuadrón.
   -Chicos, estamos a menos de dos millas del objetivo. Rey negro listo para iniciar el ataque.
   -Caballo blanco, listo.
   -Alférez V, listo.
   -Torre 1, listo.
   -Reina blanca, listo.
Dijeron cada uno de los pilotos desde sus respectivos aviones.
Pasada la revisión, el escuadrón viró hacia el este donde los esperaba la flota británica, a pocas leguas de las islas que ellos llamaban Falklands.
Las aeronaves en el portaaviones ya emprendían vuelo con dirección a sus oponentes. El Caballo Blanco y el Torre 1 fueron los primeros en entrar en acción. Mientras estos mantenían a raya a los aviones enemigos, Lejderman aprovechó el breve instante para activar el turbo y dirigirse en picada contra el colosal navío. Cuando los marinos ingleses ya temían un ataque kamikaze, a último minuto Lejderman presionó el botón rojo en la palanca inferior, disparando el primer misil de neutrones. Levantó vuelo y se alejó raudo del buque que no tardó en estallar.
La explosión nuclear era poderosa, pero de un radio de destrucción reducido. Claro que también contaban con misiles aún más poderosos.
   -Base, aquí el Rey negro. Hundimos el portaaviones. Repito, el misil funcionó, destruimos el Sheffield
Un eco de celebraciones se dejó escuchar a cientos de kilómetros de distancia por la señal.
El combate continuó, y los aviones nucleares argentinos destruyeron al resto de los destructores tras la recién hundida nave. Sólo quedaba un buque, que era perseguido por la Reina Blanca. Cuando parecía que estaba a punto de hundirlo, uno de los aviones Sea Harrier lo alcanzó y emitió un extraño destello de luz desde sus cañones.
Extrañado, el comandante se enfocó en el caza enemigo. Tras él venían otros dos cazas sobrevivientes del combate. La batalla ahora iba a ser entre aviones. Repitiendo el fenómeno, una nave enemiga se acercó al Torre 1 y, tras un largo destello de luz, lo derribó. Otro de ellos siguió al Alférez V un largo trayecto, con el haz de luz proyectado desde sus cañones hasta derribarlo en el mar.
Lejderman se concentró en su oponente. Era el mismo avión que hundió al Reina Blanca. Le disparó tres misiles, pero los esquivó todos. Activó switsches y dijo al transmisor:
   -Caballo blanco, me copias.
   -Afirmativo, señor.
   -Voy a activar el PEM –Pulso Electromagnético- prepara tus escudos y procura evadir a los aviones hasta nuevo aviso.
   -Entendido, cambio.
Tras activar el mecanismo, una onda de energía brotó del Pulqui V. Poco pareció afectar a la nave inglesa, la cual no tardó en emitir el mismo haz de luz hacia Lejderman. A pesar de los lentes polarizados de su mascarilla, la luz lo cegó casi definitivamente.
   -Base, tengo problemas. Estoy ciego, los británicos parecen tener una nueva arma…
Guiándose por su memoria, llevó sus manos a los controles para reducir la altitud. Pero ningún instrumento respondía. Repentinamente, un fuerte golpe sacudió al avión: le habían disparado. La alarma comenzó a sonar.
   -¡May day! ¡May day! ¡Base, estoy cayendo en picada!
“No tenemos respuesta del equipo. Calma, Lejderman, ya sabes qué hacer” dijo Farías, pero la señal le llegó entrecortada y poco legible a los oídos del piloto.
A menos de cien metros del mar, Lejderman golpeó con fuerza el botón a su costado derecho y salió expulsado de su asiento del caza. El paracaídas se activó y observó cómo era derribado en el mar el Pulqui V. Mientras que a lo lejos, distinguía al caballo blanco huir hacia las Malvinas, perseguido por otros dos aviones ingleses. Del tercero no supo que fue, posiblemente había logrado derribarlo con el PEM.
Aparentemente olvidado por los demás aviones, cayó suavemente en el mar.
   -¡Ledjerman, Ledjerman!- gritaba infructuosamente el coronel Farías al transmisor, desde la base en Comodoro de Rivadavia.
Se quitó los audífonos y llevó su mano derecha a la frente, notoriamente angustiado.
Tras él, un vasto grupo de generales no tardó en replicar por lo sucedido. Andollini fue el primero en exclamar:
   -¡¿Qué demonios fue eso?! Me había dicho que estos aviones eran invencibles.
   -No, general. Yo nunca dije eso- se defendió Farías- parece ser una especie de arma láser. Diseñada para deslumbrar a los pilotos de aviones. Se me ocurre que los británicos la tenían desplegada hace tiempo, pero sólo ahora la usaron, con la irrupción de nuestros nuevos aviones.
   -¿Perdimos todo el escuadrón?
   -Con un poco de suerte, el comandante Lejderman logró sobrevivir. Y el Caballo Blanco se dirige rumbo a las islas.
   -Mande refuerzos inmediatamente. No podemos perder otro de esos aviones.
   -Sí, señor.
Dicho esto, Andollini se dirigió a apaciguar a los demás generales. Uno en particular era el que más le preocupaba.
   -No se preocupen caballeros, uno de ellos logró sobrevivir. Todavía tenemos siete prototipos listos para el combate. Y en este minuto estamos construyendo más, junto con bombas de hidrógeno…
   -Esta debía ser una victoria aplastante, Andollini. Nos prometió que le daríamos al mundo una señal de fortaleza, no este desastre- le replicó el general Galtieri.
   -¡Destruimos a la mayor parte de la flota! Eso no deja de ser una victoria. Es improbable que los ingleses intenten otro desembarco en las islas con tan pocas naves. Si resistimos una semana más, caballeros, los forzaremos a retirarse…
   -No, los forzaremos a mandar más naves. Desde que lanzaron esa bomba que dejaron bien en claro que no se irán de aquí tan fácilmente. Usted lo sabe.
   -Quizás. Pero eso significa que tenemos tiempo, antes de que lleguen más buques desde Londres.
Galtieri se acercó a su interlocutor hasta tener su rostro a sólo unos centímetros del suyo. El canoso general parecía que iba a besarlo, pero en lugar de eso dijo, con el entrecejo bien fruncido y un bajo tono de voz:
   -Entonces haga otro de sus milagros con ese tiempo. Fue idea suya tomar de rehén al muchacho, y es culpa suya que nos hayan lanzado esa bomba. Será mejor que valga la pena. No me falle, Andollini.
Galtieri se retiró, junto con su comitiva de altos mandos. Fueron directo al hangar de la base para volver a Buenos Aires. Andollini se quedó impertérrito unos instantes. Era un enorme desafío el que tenía en sus manos, y la presión innegablemente alta. Con Galtieri se iba la oportunidad de mantener el respeto que había ganado con la Junta. Eso, y la victoria argentina, eran sus más grandes prioridades, y ahora ambas peligraban.
Al voltearse, vio al rostro de Farías observarlo con una expresión que decía mucho más que las palabras “se lo dijimos”.
   -Tú no digas nada, o sino ya sabés lo que te espera, traidor- le dijo en un claro tono de amenaza.
Atravesó la sala de comunicaciones de la base, a donde se encontraba el teniente Ripetti atento a las transmisiones de su estación de control.
   -¿Alguna novedad, Ripetti?
   -Algo así, los británicos enviaron un ultimátum, no es muy distinto a los mensajes anteriores.
   -Entonces ignórelo, sólo están alardeando. Dígame optimista si quiere, pero ya nadie puede negar que aseguramos nuestra posición en Las Malvinas ¿Y Richter?
   -Ya terminó una Bomba H. Se encuentra en manos de la fuerza aérea en este minuto. Prometió tener más en menos de una semana.
   -Excelente, entonces aún podemos…
Sus palabras fueron interrumpidas por una sacudida que agitó a toda la base. Luego un segundo movimiento y una explosión destrozó la mitad de la sala de comunicaciones.
Para cuando Andollini levantó la mirada, el complejo se encontraba destruido, de los ordenadores brotaban chispas de electricidad, y colgaban cables y vigas del techo.
   -¡Nos atacan! ¡Evacuen la base! ¡Evacuen! ¡Evacuen!
De entre los escombros, todo el mundo se levantó y huyó del lugar, menos el teniente que se encontraba semi-inconsciente. Andollini lo ayudó a levantarse, y a otro operario que había sido derrumbado por la explosión. Por un minuto pensó que todos lograrían salir, hasta que se topó, poco antes de la salida, con el magullado cuerpo del coronel Farías aplastado por una viga. Su cabeza estaba ensangrentada, pero aún se movía.
Andollini intentó remover la viga, pero era demasiado el peso. Luego de unos infructuosos intentos, el coronel levantó débilmente su brazo libre y susurró “déjelo”. El general lo miró a los ojos. Nuevamente, no se veía asustado, sólo jadeaba, y trabajosamente.
   -Muero… por mi patria.
Fue lo último que dijo antes de morir. Sus ojos y su boca quedaron abiertos. Andollini se le acercó y con todo el cuidado que pudo le cerró los párpados. Luego siguió su camino hacia el exterior de la base.
Afuera, los soldados combatían a las fuerzas enemigas que intentaban tomarse el recinto. Andollini sólo necesitó una rápida mirada a la situación para deducir que la batalla estaba perdida, y abordó el primer helicóptero que encontró.
Viajó con Enzo y otros dos militares, también heridos. En cuanto se alejaron lo suficiente, pudo hacer contacto por el radio de onda corta con Buenos Aires.
   -Aquí el general Vicente Andollini, cambio. Fuimos bombardeados, perdimos la base de Comodoro de Rivadavia. Nos encontramos dispersos y desinformados de la situación. Necesito refuerzos urgentemente, cambio…
La comunicación era difusa, el general tenía los audífonos bien pegados a sus oídos para poder escuchar, y le gritaba constantemente al micrófono del aparato. Mantuvo un dificultoso contacto con la base, en el cual tuvo que gritar casi cada palabra que decía para que le entendieran, debido a los problemas de recepción y el ruido del helicóptero. Los militares junto a él no entendieron mucho de lo que dialogó. Cuando terminó, apagó el aparato y se quedó pensativo.
   -¿Qué dijeron, general?- preguntó Enzo.
   -No lo puedo creer… los ingleses desembarcaron en Río Gallego. Hay un ejército enemigo en territorio argentino.
   -¿Pero pensé que nadie podía acercarse a una zona radiactiva…?
   -Me dicen, que desembarco un ejército de astronautas. Parece que cada uno de los soldados usa un traje anti radiación. Les están abriendo paso a otro contingente, el que pretende desembarcar en Comodoro…. Ya ordené que lanzaran la bomba.
   -¡¿Qué hizo qué?!
   -No tenemos opción, no pienso dejarles la pelea fácil a estos hijos de puta.
   -¡Se da cuenta que va a matar a millones de civiles!
   -No a millones, quizás a algunos cientos. Seguí el mismo juego que el enemigo. La arrojarán cerca de Río Gallegos, cosa que no puedan llegar más ingleses…
   -Esto es genocidio.
   -¡No me hable de genocidio, teniente! ¡Esto es la guerra! ¡¡Y las guerras se ganan o se pierden!!
El general se abrió los botones superiores de la camisa y trató de calmarse. El retumbar de las aspas podía sentirse hasta en lo más profundo de la cabeza de cada uno de sus tripulantes. Pasados unos minutos, el general agregó:
   -La últimas vez que los ingleses pisaron nuestras tierras fue en la invasión de 1810. Y los hicimos morder el polvo. Les prometo que volveremos a hacerlo.
   -¿Y ahora a dónde vamos?- preguntó Enzo.
   -¿A dónde cree usted? De vuelta a Bariloche. Hay un Giro Sintornillo con el que tengo que hablar.
El helicóptero aterrizó, y en cuanto puso un pie en tierra, Andollini ordenó que llevaran a los tres hombres al hospital militar. Luego se dirigió a la Isla Huemul. Repitió el mismo trayecto sin problemas, pues Farías le había comunicado todas las contraseñas y entradas secretas necesarias para abordar el submarino, abrir la esclusa submarina, luego la compuerta y entrar al laboratorio.
Preguntando por el profesor Richter, le indicaron que lo fuera a buscar al nivel inferior, junto a los generadores hidroeléctricos. No lo encontró allí, pero recorriendo el lugar por unos minutos dio con el viejo austriaco. Lo encontró en un cuarto un tanto disimulado, a un costado del Núcleo, escribiendo datos en una tablilla que copiaba de una pantalla en la pared. En ese minuto, Andollini se percató de que era zurdo.
   -Mi general, ¿en qué puedo ayudarlo?- dijo en cuanto lo vio.
   -Necesito sus armas, Richter- respondió, jadeando un poco. Había trotado todo el trayecto desde el puente- La situación se ha complicado bastante. Necesito esas bombas ahora.
   -Ya le dije a su teniente que necesito por lo menos una semana- insistió Richter sin apartar la mirada de un computador en la pared.
   -¡No tenemos una semana! Los ingleses ya están en nuestro territorio.
   -Mande a sus soldados a pelear mientras tanto…
   -Farías está muerto.
El profesor se detuvo en seco. Soltó su lápiz y meditó unos segundos lo que iba a decir antes de hablar.
   -Pobre Herr Farías. Hizo tanto por nosotros, hoy no estaríamos aquí si no fuera por él… escuche, ahora estoy trabajando en unas armas nuevas. Distintas a las que conoce. Quizás…
Repentinamente, una alarma comenzó a sonar. El anciano austriaco, notoriamente angustiado, dijo “Ay, no. No otra vez” y corrió hacia una escalera que lo llevó un piso más abajo. Sin que le dijera nada, Andollini lo siguió.
Abajo había un pasillo estrecho. Y una puerta metálica con dos hombres en traje anti radiación vigilándola. Cada uno de ellos portaba una especie de vara eléctrica. Del interior de la puerta salió un hombre corriendo, con fisuras en su traje. Seguido de él, un hombre se lanzó al umbral del pasillo. Con medio cuerpo fuera de la puerta, algo comenzó a jalarlo de vuelta hacia dentro, y gritó desesperadamente. Los centinelas afuera se prepararon, y Richter volvió corriendo al piso de arriba. Pero el general se quedó donde estaba.
Antecedido por los gritos de su víctima, y horribles y pesados jadeos, salió. El ser en el umbral era el monstruo más asqueroso que el general Andollini había visto antes. Su cuerpo era totalmente blanco, parecía estar hecho de un material similar al concreto húmedo. Goteaba por todas partes una especie de líquido blanco. Si bien toda su cabeza era blanca, su rostro era negro, sus ojos rojos, uno de ellos turnio, y su entrecejo eran dos marcados pliegues de piel. La boca era igual a la de una sanguijuela, redonda y babeante, pero con afilados colmillos en su interior.
Andollini quedó petrificado ante la visión de tan horrible y fantástico ser. Los hombres con traje no parecían estarlo, e inmediatamente atacaron con sus varillas. Si bien los choques eléctricos lo irritaron notoriamente, emitió unos animalescos quejidos de dolor, y golpeó a uno de los hombres expulsándolo lejos, y salpicando con esa sustancia blanca que chorreaba. Agarró con ambas manos al otro hombre por el cuello y lo estranguló hasta casi matarlo. Lo tiró al piso y avanzó por el pasillo.   
Se movía torpemente, arrastrando los pies y con los brazos recogidos. El general sacó su revólver y le apuntó. La criatura no se inmutó. Era más pequeña, medía más o menos un metro ochenta, y expelía un olor nauseabundo que casi le provoca ganas de vomitar al uniformado. Al encontrarse a menos de dos metros de él, disparó. El ser siguió avanzando. Disparó tres veces a su hombro, hasta amputarle el brazo. La criatura pegó otro quejido de dolor, pero siguió avanzando. Ya sin balas, y a corta distancia, el general se disponía a golpearlo con el mango de su arma.
   -¡No lo toque!- grito Richter, por atrás suyo.
A último minuto el viejo científico llegó y agarró por el cuello, con su mano enguantada, a la criatura, mientras que con la otra picaba su abdomen con una varilla eléctrica distinta, aparentemente más poderosa. Emitió otro poderoso quejido, al tiempo que retrocedía, e intentaba zafarse del brazo de Richter. Este lo empujó de vuelta hacia la puerta.
Richter se introdujo al misterioso lugar con el monstruo, al parecer quería asegurarse de dejarlo bien alejado de la puerta antes de regresar. Andollini aprovechó la ocasión para asomarse. Lo que vio, fue el infierno mismo.
La enorme caverna era habitada por monstruosos seres deformes, cientos de ellos pululaban, quejándose, y emitiendo sonidos guturales inentendibles. Cada uno tenía una apariencia distinta. Muchos de ellos carecían de alguna extremidad. Otros tenían una apariencia un poco más humana, pero un cuerpo revestido de quemaduras, tumores y horribles protuberancias. Otros parecía que tenían una avanzada lepra. Ninguno tenía cabello, ni una piel uniforme. En varios brotaban de los orificios de sus caras un líquido rojo, en otros incluso un líquido verde. Había de todos los tamaños y formas concebibles. Uno de ellos parecía tener el cuerpo constituido enteramente de bolillas grises, otro tenía un rostro y medio en su deforme cráneo.
Hacia el centro de la cueva había una especie de pequeña laguna, donde flotaban cuerpos, algunos de ellos retorciéndose. La luz era poca, brotaba del techo: el mismo núcleo que el general había conocido un poco más arriba, cuya luz era filtrada por un vidrio doblemente polarizado. El Núcleo de la isla se alzaba como una especie de sol negro que iluminaba esa dantesca escena.
Por primera vez en su vida, Andollini quedó petrificado. No movió un músculo hasta que Richter volvió. Había dejado el monstruo a los pies del camino de tierra que bajaba desde el umbral hasta el piso de la caverna. Luego de correr afanosamente los quince metros empinados que lo separaban de la salida, cerró con toda la fuerza que pudo la compuerta. Luego bajó una de las palancas junto al umbral, sellando definitivamente la entrada al demencial subterráneo.
Poco después, llegaron más hombres con el mismo traje radiactivo.
   -Desinfecten el área, desháganse de esta porquería- ordenó pateando el brazo mutilado de la criatura, del cual ya se extendía un espeso charco de materia blanca en el piso- y desinféctenlo a él.
Dicho esto, subió rápidamente por la escalera. Uno de los hombres con traje portaba un medidor Geiser, el cual pasó por sobre los hombros de Andollini, mientras otros dos lo agarraron de los brazos y se disponían a llevarlo a un lugar desconocido.
   -¿Qué hacen? ¡Suéltenme! Ahora no tengo tiempo para esto.
Le costó liberarse de los científicos, pero su porfía fue más fuerte y siguió al profesor sin ningún miramiento por su estado de salud.
Nuevamente lo encontró, en el mismo lugar. Esta vez Andollini reparó en que había un lavamanos con un espejo en la pared opuesta a la del computador que manipulaba Richter hace unos minutos. El austriaco se encontraba ahora apoyándose sobre el lavamanos, respirando agitadamente, y mirando de reojo su reflejo en el espejo.
   -¿Qué demonios eran esas cosas?
   -Sobrevivientes… -dijo Richter, eludiendo la mirada de Andollini.
   -¿Sobrevivientes? ¿de qué?
   -Como usted sabe… después del accidente nuclear del ´52, tuvimos algunas bajas… no muertos precisamente, pero sí cuarenta operadores que se encontraban demasiado cerca del núcleo en formación, y sufrieron los efectos de la radiación…
Lenta y cuidadosamente, Richter se quitó su guante negro manchado por la sustancia de la criatura, revelando un brazo deforme, con quemaduras, dedos torcidos, y lo que parecían ser escamas en lugar de piel.
   -Por supuesto que, algunos… tuvimos más suerte que otros-  tiró el guante a un contenedor de plomo a los pies del lavamanos, luego abrió el grifo y lavó ceremoniosamente su mano.
El maduro general no pudo evitar sobrecogerse ante la imagen del brazo deforme de Richter. Manteniendo su compostura, y disimulando el escalofrío que le bajó por la columna, inquirió:
   -… ¿son mutantes?
   -Correcto. Víctimas de la explosión nuclear. La radiación les provocó heridas y alteró su código genético desastrosamente. No producen la proteína P53, lo que hace que sus células no mueran, sino que se reproduzcan sin control. Los han visto especialistas de todo el mundo, pero ni siquiera en Hiroshima se había visto algo similar. 
   -¿Y por qué los tienen aquí?
   -Necesitan de la radiación para sobrevivir. Es como su droga. La metástasis se ha extendido a todo su cuerpo. Su condición es similar al cáncer, pero mucho peor. Constantemente regeneran todas las células de su organismo, cada una más dañada que la anterior. La radiación mata el exceso de estas células mutantes. De lo contrario, morirían en cuestión de días.
   -Dios santo… qué horror… ¿y aún son personas? Digo ¿aún piensan?
Andollini optó por no preguntarle sobre su propia condición. Hubiese sido incómodo tratar al experto austríaco como un mutante.
   -Algunos presentan el nivel intelectual de un retardado mental, como el que intentó escapar hoy; otros, tristemente, están bastante conscientes de su condición… casi no comen, a partir de los desechos radiactivos sintetizan todo lo que necesitan para sobrevivir.
   -Espere, usted dijo que eran cuarenta las víctimas… allí habían por lo menos quinientas personas.
   -Eso es algo más increíble todavía, acompáñeme- secó rápidamente su brazo enfermo y se puso otro guante negro que sacó de un armario de la habitación.
Lo llevó a una cámara inmediatamente superior a la caverna. Estaba acondicionada como un pequeño laboratorio, con pantallas y cámaras que seguían los movimientos de los mutantes, y un rudimentario equipo de hospital. En la pared habían varias radiografías que mostraban huesos torcidos y órganos imposibles, y al centro, una mesa de operaciones, iluminada con poderosos reflectores de luz y algunas manchas rojas en su superficie.
   - Como le dije, luego de construir éste búnker, trajimos a los mejores expertos en genética para intentar ayudarlos. Ningún esfuerzo dio frutos, lo que sí, un viejo colega, el profesor Mengele hizo descubrimientos interesantes con ellos…
   -¿Joseph Mengele? ¿El científico nazi? Tenía entendido que estaba en Paraguay.
   -Digamos que Joseph se las arregla para estar más de un lugar a la vez… experimentó con los mutantes, y descubrió la forma de que se reprodujeran, por medio de mitosis.
   -Esto es una broma… ¿Como las bacterias?
   -Así es, mi general. Como las bacterias. Debo decir que me ha sorprendido, general. Sabe más de ciencia de lo que esperaba.
Andollini estuvo a punto de decirle que estudió ingeniería en agronomía antes de entrar a la academia. Prefirió guardárselo, no había terminado la carrera, y a esas alturas consideraba su viejo sueño de tener una granja en la pampa como algo cursi. El profesor continuó:
-Su metabolismo es muy simple, a partir de la fisión del plutonio, el radio y el cobalto crean hidrógeno y carbono. Sus células se multiplican a una increíble velocidad, lo que permite crear copias completas de ellos mismos cada cierto tiempo. Idénticas entre sí, y perfectamente conscientes de su existencia. Algunos incluso pueden regenerar heridas instantáneamente. Lamentablemente hemos tenido que sacrificar a algunos, por cosa de espacio…
Obnubilado por tantas revelaciones, Andollini recorrió en silencio el laboratorio. Tomó de una mesa fotografías de operaciones. En ellas figuraban miembros y órganos de mutantes durante las cirugías, y en otras a esos seres claramente sufriendo por la intervención. Con asco y el estómago revuelto las soltó y dijo:
   -¿Farías sabía algo de esto?
   -El coronel Farías sabía bastante. Incluso más de lo que le convenía… él tenía cáncer. Lo desarrolló aquí, en la isla. Sólo le quedaban dieciocho meses.
   -Farías, maldito hijo de puta. Con razón nunca le tuviste miedo a morir.
El general tenía sus dos brazos apoyados sobre la mesa de operaciones. El asco ya había logrado controlarlo. Mirando fijamente el frío metal de su superficie, ahora distinguía unas tenues manchas verdes entre las rojas.
   -Simplemente imposible… sólo en Argentina… por otro lado…
Se devolvió hacia una de los monitores que mostraban el interior de la caverna. El mutante a quien Richter le había arrancado el brazo estaba sentado, en una posición muy pensativa, en una roca. Con su ojo bueno y su ojo turnio parecía mirar hacia la nada. Y en su hombro izquierdo, asombrosamente ya se había formado una masa media gelatinosa y rojiza, aparentemente un muñón. Es más, Andollini creyó distinguir lo que parecía ser un pequeño hueso, similar al diente de un animal, brotar de ese muñón.
   -Dice que resisten la radiación, es más, que viven de la radiación; que no comen y regeneran sus heridas ellos solos…
Poco a poco, el general fue recuperando el entusiasmo con el que había vuelto a la isla Huemul. Si bien había visto cosas increíbles, no tardó en volver a su mente el objetivo que lo convocaba.
Richter ya comprendía a donde iba el general con sus elucubraciones. Sólo atinó a decir:
   -No estará pensando en…
   -¿No cree usted, que serán mucho más útiles en el campo de batalla que aquí sin hacer nada? Estamos ante el ejército del futuro, profesor…





IV


El enorme carguero argentino se posó suavemente sobre el terreno de la pampa. Había sido toda una proeza para el piloto, quien debía pilotear la nave con la poca maniobrabilidad y confusión en los instrumentos que producía la radiación.
Ya en tierra, el vientre de la nave se abrió, soltando una amplia rampa por donde bajó el ejército más inverosímil: miles y miles de monstruosos seres, en apariencia enfermos, y muchos de ellos vestidos con sólo harapos de ropa. Pero todos armados con un fusil y navajas en sus cinturones. La instrucción que les habían dado en el ejército no era mucha, pero dadas las condiciones no era mucho lo que tenían que saber. Sólo que llevaban tres décadas encerrados en una caverna, solos en su miseria y con todo su rencor acumulado que ahora tenía un solo objetivo: destruir. Todo ese odio producto de la soledad ahora iba encausado en la gran tarea de sus vidas. Matar en nombre de la Argentina.
Para la batalla sólo habían mandado a aquellos que caminaban sin dificultades, algo así como cuatro mil mutantes que caminaron durante una hora hasta dar con el ejército de siete mil soldados del imperio británico. En verdad parecían astronautas. Claro que su traje era mucho más atlético al traje anti radiación conocido hasta ese entonces. De color blanco, y con una pantalla negra frente al rostro. Les daba más movilidad sin desprotegerlos del ambiente contaminado por las bombas de hidrógeno. Al igual que los mutantes, sólo portaban fusiles.
Cuando ambos contingentes se encontraron frente a frente, a menos de cincuenta metros de separación, el de los mutantes fue el primero en atacar. Encabezados por un mutante de cuello largo y piel recubierta por pus, el guerrero sacó de sus pulmones su mejor grito de guerra, el cual fue seguido por los demás mutantes y, al unísono, se lanzaron contra el ejército de hombres blancos.
El frío y desolado terreno patagónico se había convertido en el escenario de la guerra del futuro. Cualquier espectador que observara a la distancia hubiese dicho que estaba ante una guerra del siglo XIX. Disparando y golpeando al mismo tiempo, los guerreros se masacraron entre sí. Claro que los mutantes tenían una considerable ventaja: seguían peleando, con balas en el cuerpo y miembros faltantes, sin siquiera sentir dolor. Algunos incluso portaban mazos, y los descargaban cual cavernícola fueran contra los ingleses.
El mutante de cuello largo se encontraba enfrascado en una pelea contra uno de los hombres de blanco. Este era más bajo que él, y se movía con cierta dificultad con su traje. El hombre de blanco le disparó varias balas al rostro, si bien le dificultaron la pelea, el ser se resistió a sentir dolor y extendió sus brazos al cuello de su oponente. Lo levantó del piso sujetándolo por el cuello y éste, pataleando, extrajo de un bolsillo de sus ropas un cuchillo que clavó sucedidamente en los brazos del mutante. Al estar a punto de amputarle uno de los brazos, el mutante lo tiró al piso. Lo golpeó repetidamente y le quitó el cuchillo. El cual usó para romperle el casco del traje y dejar que el aire envenenado lo matara de una vez.
Pero no sucedió nada de lo que esperaba. Al dejar su rostro descubierto, no fue la cara de un anglosajón lo que vio, sino los rasgos orientales de un soldado Gurka.
Extrañado, el mutante lo observó durante unos instantes, hasta que el nepalés golpeó repentinamente su frente contra la suya. El breve instante que quedó desorientado el mutante, lo aprovechó el gurka para desprenderse del resto de su traje. Bajo este, sólo portaba un ligero pantalón. Ni la radiación ni el frío austral parecían afectarles. Se puso en posición de combate, gritó un sonoro “¡Yaaa!”, dio un ágil salto y noqueó de una patada en la cara al soldado mutante. Recogió su cuchillo del piso y terminó con la vida de la criatura.
El nepalés no necesitaba más para pelear. Sin el traje era mucho más lo que podía hacer, y el cuchillo demostró ser un arma más efectiva. Dando espectaculares golpes y patadas dignas de la mejor película de artes marciales neutralizó a docenas de mutantes. Para cuando caía el sol, ya eran muchos los soldados nepaleses que habían optado por pelear de la misma forma. Eran muchos los que no habían logrado sobrevivir, y, en contraste, eran muchos los cuerpos mutantes que se estaban regenerando en el campo de batalla. Miembros amputados y cabezas cercenadas aún se retorcían en la pradera bajo la luz de luna.


***

   -¡Me habían dicho que era imposible pelear sin traje en esas condiciones! ¡Por qué los nepaleses si pueden!
El día había comenzado hace poco, pero se había vuelto tradicional que el general Andollini comenzara las mañanas en la base gritando.
   -Es sólo un rumor, general. Quizás la mente ya les falla a estos mutantes…
   -¡No me venga con mentiras, Figueroa! Soldados argentinos, envueltos de pies a cabeza con esos trajes raros, también los han visto ¡Alguien explíqueme por qué!
   -Aunque fuera verdad, no alcanzan a poner a raya a toda la unidad M- así se le conocía al ejército de mutantes en la jerga militar- mírelo así, mi general. Prácticamente tenemos a los ingleses a raya. Los informes indican que se están replegando hacia la costa. Es cuestión de tiempo para expulsarlos del territorio nacional.
   -Dios lo escuche, Figueroa… ¡Y dónde está el café que pedí!
   -Aquí, señor.
Tras el general, apareció Ripetti con una humeante taza. En realidad la había servido para sí mismo, pero dándosela le hacía un favor a todo el mundo al calmar al furibundo jerarca.
Con unas marcadas ojeras, y algunas canas más de las que tenía al inicio del conflicto, bebió un largo sorbo de café hasta quemarse la lengua.
   -¿Alguna novedad, Ripetti?
Habló, mientras acompañaba al teniente al centro de la base de Bariloche, donde había una amplia mesa con un mapa del territorio argentino y de las islas Malvinas. Sobre él, se habían dispuesto docenas de pequeñas banderas argentinas, salvo por tres banderas británicas dispuestas en torno a Río Gallegos.
   -Hablé con Richter, dice tener una teoría a porqué los gurkas sobreviven las condiciones de la Patagonia contaminada- afirmó Ripetti.
   -Más vale que sea una buena teoría.
   -La verdad, no creo que le guste: como usted sabe, los gurkas son un pueblo asiático, oriundo de Nepal. Luego de la independencia de la India siguieron colaborando con los británicos como una unidad especial de su ejército.
   -¿A dónde quiere llegar con esta lección de historia?
   -Iré al grano: este pueblo sigue la religión hindú, pero también incorporan creencias y disciplinas propias del budismo. Son bastante espirituales, dentro y fuera del campo de batalla. Richter cree que su capacidad para resistir a la radiación tiene que ver con el poder de la mente sobre la materia. De alguna forma, eso les da más resistencia. Pero es una facultad propia sólo de los guerreros más expertos o, como dijo Richter, “iluminados”.
   -¡Que disparates son esos! ¿No que Richter era un científico, por qué cree en esa basura?
   -Él dijo que es ciencia, general. No magia. La mente tiene habilidades ocultas que nosotros apenas sospechamos.
   -Oh, por favor. Esto es el colmo… la verdad, con todo lo que ha pasado, yo mismo ya no sé qué creer… -dio un largo suspiro antes de continuar la conversación- Y bien, usted me había dicho algo de una prisión oculta.
   -A eso lo traje, general.
Enzo tomó de una pequeña caja al costado de la mesa una de las banderas argentinas y la puso en un punto de tierra, casi imperceptible, entre la Argentina y la Antártica.
   -Aquí es. Los experimentos de la isla Huemul no se limitaron sólo al lago Nahuel Huapi. En el ’73 lanzaron una bomba de hidrógeno en esta área al sur del estrecho de Magallanes. Una zona volcánica, donde la cordillera aún existe bajo el agua, al igual que sus volcanes, muchos de ellos activos. A partir de eso, se hizo erupcionar uno de ellos, creando una gran masa de lava que al solidificarse tomó la forma de esta pequeña isla. Richter la llama “la isla Friendship”.
   -¿Friendship?
   -Significa amistad, general. Nadie más en el mundo sabe de su existencia. Ni siquiera sale en los satélites, los científicos de la isla Huemul construyeron un pequeño laboratorio allí con un equipo de ondas de baja frecuencia que bloquea la señal de cualquier satélite que pase por arriba suyo. No hay un lugar más seguro donde esconder a nuestro prisionero.
   -Creería que a estas alturas ya me había olvidado de él… muy bien, preferiría tenerlo en medio de la pampa, pero si me dice que nadie más sabe de ese lugar, supongo que puede funcionar. Lo trasladaremos mañana a primera hora. Mande ahora misma un destacamento con setecientos hombres para proteger la isla…
Sus palabras fueron interrumpidas por una lejana explosión que hizo temblar la tierra. Inmediatamente sonaron las alarmas del lugar, y todo el mundo se preparó para resistir el ataque.
   -Ah, no. Ya perdí dos bases, no pienso perder la de Bariloche. Esta vez estoy preparado- exclamó Andollini.
Rápidamente despegaron cinco aviones Pulqui V a defender el espacio aéreo y atacar al enemigo. Eran bombarderos ingleses provenientes del oeste. Hasta el último soldado que hacía guardia afuera se refugió en el interior de la base, a prueba de bombardeos.
Al interior del recinto, se percibía cada bomba arrojada por los británicos. Y la rama de tierra colaboraba afanosamente con los pilotos de los aviones nucleares. Entre ellos, Enzo, quien había vuelto a su puesto en los monitores.
   -Cómo es posible esto, ¡¿de dónde salieron?!- gritó Andollini.
   -Señor, me informan que tropas británicas han entrado al territorio nacional desde el oeste- repitió Enzo, de la información que le llegaba a su estación-, están en Bariloche, y en distintos puntos de Santa Cruz. Se calcula que es un contingente de más o menos veinte mil hombres. Al parecer, vienen de Chile…
   -Estos traidores… pueblos hermanos, sí como no… ¡¡Hijos de puta traicioneros!!
Desquitó su cólera golpeando con ambos puños a la mesa con el mapa.
   -¡Malditos oportunistas! Vendidos desde el comienzo a los británicos…
Refunfuño un largo rato. Mientras los demás atendían a los controles, él caminaba pensativo por la sala de comunicaciones, con su mano derecha en la barbilla, y la izquierda en la taza de café. Miró fijamente al mapa por un rato, para luego depositar la taza sobre ésta, justo encima de Santiago de Chile.
   - …Comunícame con la Junta Militar, ejecutaremos la orden 66.
Sus palabras cayeron como otra bomba al interior de la sala. Todo el mundo se volteó a verlo, un tanto incrédulos, por lo que acababa de decir. Enzo fue el único que se atrevió a decir:
   -Pero, señor… ¿está seguro de lo que dice?
   -Hazlo, pibe. No hay tiempo que perder.
   -¡Es una locura, nos estaríamos desviando del objetivo!
   -Ningún desvío. La unidad M mantiene a los nepaleses a raya por el este, y los Pulqui V protegen a Las Malvinas de cualquier otro desembarco. Lo que tenemos que hacer, es repeler esta invasión del oeste cuanto antes… ¿pero por qué te tengo que dar explicaciones a ti? Tú eres un simple teniente ¡Limítate a seguir mis órdenes!
   -No, esto ya cruzó todos los límites. El Papa Juan Pablo dijo claramente que…
   -¡Me importa un carajo si lo dijo un Papa argentino! No pienso tolerar su insubordinación ni un minuto más, teniente…
Enzo se puso de pie lentamente. Todo el mundo estaba atento a lo que haría, él mismo no sabía qué decir. Había hablado más de la cuenta y temía lo peor.
   -¿Y qué piensa hacerme? ¿Fusilarme?
   -Podría tirarlo en la Pampa y dejar que la radiación lo mate, teniente… pero la verdad es que tengo una idea mejor- se dirigió al mapa, y levantó una de las banderas que había botado con sus puños, la de la isla Friendship- ¿sabe por qué el exilio es un castigo peor que la muerte? Porque goza de un componente mucho más letal y sicológico que cualquier otra tortura: el aburrimiento. Al menos eso fue lo que mató finalmente a Napoleón- se dio vuelta y lo miró fijamente los ojos. Se paró lo más derecho que pudo para comunicarle su castigo- lo mandaré a Friendship, de ahora en adelante es la nueva niñera oficial de su principito azul. Y como sé que le encanta el frío, se quedará ahí hasta mucho después de que hayamos ganado la guerra, sargento Ripetti.
Fue mucho más piadoso de lo que esperaba. Enzo no dijo nada, simplemente bajó la mirada y asintió con la cabeza.
   -Muy bien, desaparezca de mi vista- sentención con el acento más despectivo que tenía y le dio la espalda. Espero a que Enzo abandonara la habitación para decir:- el resto de ustedes, hay mucho que hacer. El próximo que demuestre la más mínima seña de desobediencia sufrirá un castigo mucho peor ¡No hay tiempo que perder, muévanse!
La base hirvió en actividad en aquel minuto. Enzo era el único que ya no estaba preocupado por nada, cuando el ataque terminara, partiría rumbo a una isla nuevamente. Mientras todos corrían angustiados por los pasillos de la base de un lado a otro, él caminaba.
Se dirigió a uno de los archivadores en el búnker de la base antes de partir.
Buscando un rato entre las carpetas, finalmente dio con el pesado expediente, archivado hace cinco años, de la “Orden 66”. La iluminación en la sala de archivadores era mala, de modo que tuvo que hacer un esfuerzo por leer. Le echó una ojeada a la rápida, aunque ya sabía de qué se trataba. Salían todos los mapas, protocolos y movimientos a seguir. Sacando un rápido cálculo, estimó que el ejército no disponía de suficientes soldados en ese minuto, y temió lo peor. “A este boludo ya se le está zafando un tornillo” dijo para sí.


V


El café tenía poca azúcar, pero a pesar de echarle tres cucharadas más, no tuvo el sabor que el comandante Steiner anhelaba. No había dormido en toda la noche, y había sido un día muy agitado, necesitaba algo que lo mantuviera despierto. Mientras revolvía su taza, comentó:
   -¿Por qué siento que nos metimos donde no hacía falta, señores?
Junto a él, estaban sentados el general Aziz, el general Andollini, y el general Soriagalvarro. Los dos últimos habían pedido un té.
   -Tomamos posiciones estratégicas, comandante- le explicó Andollini con su taza en la mano.
El general ya no usaba su parche en el ojo, sino unos lentes oscuros que no dejaban ver en qué estado se encontraba realmente su ojo izquierdo. Sólo se distinguía su eternamente fruncido entrecejo bajo su gorra marcial.
   -Esta idea, ayer, era una locura. Y ahora mire donde estamos- afirmó Soriagavarro-. Este es el mayor logro del régimen. La máxima culminación del Proceso.
   -La orden 66 fue un proyecto diseñado hace tiempo, Steiner- le aclaró Aziz- antes de la mediación papal. Claro que el plan original contemplaba sólo el Beagle.
Costaba creer que conversaran tan distendidamente en ese minuto. Hacía apenas unas horas hubiese sido impensable tanta calma. Pero ahora estaban los cuatro militares, con sus uniformes sobrecargados de condecoraciones, reunidos en torno a una mesa de cristal tomando el té. En la terraza de un elegante restaurante con piso de tablero de ajedrez, con la brisa porteña refrescándolos mientras el sol se escondía. Aunque relajante, la escena era extrañamente demencial. Steiner se sentía como en una novela de Lewis Carroll.
   -El Papa no podía resolver este problema-comentó Steiner- ¿Qué puede saber un polaco sobre disputas territoriales? Si su país fue repartido como una pizza durante la Gran Guerra.
   -La iglesia católica no ha sido muy afín al Proceso que digamos… ¿qué les parecería formar nuestra propia iglesia, caballeros?- dijo Andollini.
   -No sería mala idea, los ingleses también tienen su propia iglesia- dijo Aziz-¿Cómo se llama ésta?… la Anglicana. Así dejaríamos de rendirle cuentas a Roma. Y no se entrometerán más en el Beagle.
   -El Beagle era sólo una excusa, general. Chile siempre fue nuestro objetivo, y usted lo sabe muy bien, Aziz- dijo Soriagalvarro.
   -Con razón no le preguntó a la Junta- dijo Steiner mientras sorbía un poco de té-. Prácticamente no les preguntó: les dijo lo que iba a hacer.
   -Cuando me nombraron ministro, me dotaron de esa facultad- dijo secamente Andollini-. De todos modos, se mostraron muy contentos cuando les dije que teníamos la excusa perfecta para atacar: ellos colaboraban con el enemigo.
   -Y todo esto fue gracias a cierto difunto general…
   -Por favor, no digan su nombre. –Repuso Andollini- La prensa dirá que todo esto fue posible gracias al gobierno militar. Eso era justo lo que nos hacía falta: una buena victoria militar. Levantará la economía, y la popularidad del régimen.
   -¿Y usted quedará ensalzado como el gran héroe de esta contienda, no?
   -Todos nosotros, caballeros, somos los héroes de esta jornada.
   -Costará creerlo, de hecho todo esto cuesta creerlo- afirmó Soriagalvarro-. Con esas armas que son casi mágicas partimos esta operación en la mañana y ahora henos aquí tomando el té.
   -Es que sobrevalora a las armas. Tiene que tomar en cuenta el ímpetu de nuestros soldados. El ejército ha crecido en estos años en que gobernamos. La disciplina y valentía de nuestros jóvenes es inigualable- Aziz.
   -Por lo menos más que la del soldado enemigo- Steiner-. Muchos se alegraron de que llegáramos. Allá en Concepción nos recibieron como libertadores.
   -Se habrán confundido, fue mi división la que entró por Los Libertadores- bromeó el general Soriagalvarro.
Una leve risa envolvió a la mesa de los uniformados.
   -San Martín estaría orgulloso de nosotros, caballeros…
   -Y no olvide un elemento básico: somos más, muchos más- continuó Aziz-. Y ellos estaban en clara desventaja geoestratégica.
   -Hablando de eso, Steiner,- Soriagalvarro- corre el rumor de que perdió a varios de sus hombres con armas químicas allá en el sur…
Las tres cabezas de los generales se enfocaron en ver qué respondía Steiner. Aún recordaban las difusas señales de auxilio que les llegaron del sur en la mañana.
   -Ah, eso. No se preocupe, fueron pérdidas menores. Estos malnacidos tenían las armas, pero no sabían cómo usarlas óptimamente.
   -En realidad, esto efectivamente se podía hacer sin ningún arma mágica o alianza- interrumpió Aziz después de un largo sorbo de té-. Claro que la estrategia, también era infalible.
   -No diga disparates, Aziz. Combinamos estrategia y “armas mágicas” como usted las llama- repuso Andollini-. Los bombarderos atómicos mantienen a raya a los invasores en la Patagonia en este minuto. Nuestros demás efectivos estaban disponibles para atacar al país vecino. La invasión comenzaba a las cuatrocientas horas, bombardeábamos Punta Arenas, Concepción, Santiago y Valparaíso. Dividíamos a nuestras tropas en tres: el primer ejército, Steiner, entraba por el Beagle en el sur; el segundo, Soriagalvarro, por el paso Los Libertadores; y el tercero, Aziz desde el norte, a la altura de La Serena. Y simultáneamente, mandábamos tres buques a combatir a la marina enemiga. Sólo tres, de modo que no descuidáramos las Malvinas. Y nos reuníamos aquí las mil novecientas horas a tomar el té.
   -Un panorama más o menos obvio, lo que me inquieta es que todavía no controlamos el norte grande- señaló Soriagalvarro- tengan presente que el grueso del ejército enemigo se refugió ahí. No disponemos de suficientes hombres en caso de un contraataque Y en el valle central…
   -Claro, no se preocupe por eso, Soriagalvarro. La Junta ya contactó a los gobiernos de Perú y Bolivia- le explicó el general y ministro de guerra- y llegamos a un acuerdo mutuamente beneficioso…
   -Aun así, era arriesgado- Steiner-, uno no abre otro frente de batalla cuando aún no ha resuelto el principal. Eso significó la derrota para Alemania.
   -Pero no fue así, Steiner- le contestó Andollini- Nosotros somos mejores que Alemania. ¡Joven, pibe vení acá!
Dicho esto, un asustado mozo llegó corriendo y recogió su taza.
   -Traéme otro té. Esta vez sin azúcar.
   -Sí, señor. De inmediato, señor - la situación era bastante incómoda para el joven mozo, quien buscaba evadir los lentes oscuros del general.
Mientras esperaba, el general Andollini contemplaba el paisaje porteño. Desde la altura del Café Brighton se podía ver toda la ciudad. No había civiles en las calles, sólo militares y una que otra columna de humo. En el mar, el sol del crepúsculo iluminaba un buque con la bandera argentina, y dos chilenos encallados en la orilla. Y el paseo Atkinson, que conectaba al café con el Cerro Concepción, era cruzado solamente por militares con la orden de destruir todo lo que fuera de estilo inglés. Lo que implicó que destruyeran los cristales de distintas casas y monumentos, y entraran al museo del cerro únicamente a saquear. Mientras los soldados se esmeraban en eso, los comandantes que encabezaron la invasión se dedicaban a descansar tomando el té al más puro estilo inglés. Para Andollini era una forma de provocarlos: no sólo los habían expulsado de sus puestos de avanzada en el sur chileno, también estaba borrando toda su huella en la ciudad porteña. Se sentía, extrañamente, realizado. Y por su cabeza ya daba vueltas la idea de apropiarse de algún fundo en el sur chileno donde pasar su retiro. En el campo, como siempre quiso.
-¿Y qué sigue ahora, general?
-Cielos, no lo sé. Después de Las Malvinas… Paraguay, por qué no, y obviamente Uruguay…
-Nos meteríamos en problemas con Brasil.
-No, comandante. Ellos se meterían en problemas con nosotros.

***

Enzo y el príncipe jugaban ajedrez tranquilamente en la celda de este último. La ventana de la celda los iluminaba, ésta miraba hacia un roquerío, característico de una isla volcánica recientemente formada.
La rutina era más o menos la misma desde hacía más de dos semanas. Enzo, su carcelario, venía, conversaba con el príncipe en inglés por un par de horas, y en medio jugaban ajedrez, o a las cartas (Enzo prefería el naipe español, pero optaba por ser un buen anfitrión y jugaban Kareoka con el naipe inglés. El Poker no hubiese tenido mucho sentido, pues no tenían nada que apostar. Cualquier cosa pequeña o filuda estaba prohibida en la celda del prisionero).
Desde el inicio del juego que el príncipe miraba de manera disimulada el reloj, casi eran las doce.
   -¿Por qué miras tanto el reloj? ¿Tienes una cita acaso?- pregunta Enzo luego de un rato.
   -Digamos que una cita con el destino.
   -Jaja, que poético. Pero si te sirve de consuelo, no vamos a ejecutarte.
   -Eso no me preocupa. Lo crea o no, aquí estoy mucho más seguro que en cualquier otra parte del mundo.
El príncipe había iniciado la partida con la Apertura Bird. Enzo respondió con la defensa Siciliana. 
   -Entonces, como lo decía- dijo el príncipe, continuando la conversación que habían iniciado antes de instalar las piezas- muchos ven en la historia de Robinson Crusoe al prototipo del colonialismo británico. Eso dice James Joyce, por lo menos. Yo me limito a verlo como lo que es: una novela de aventuras. Donde la mayor enseñanza es que la inteligencia es la capacidad para adaptarse a la situación.
   -Claro, el hecho de que sea el libro más reeditado en occidente después de la Biblia no tiene nada que ver con el colonialismo británico… -afirmó Enzo, con una sonrisa sarcástica-. En todo caso, tiene razón. Cuando Daniel Defoe lo escribió, lo hizo pensando en su propia situación de carencias económicas. De ahí que en todos los cursos de economía se utilice en los ejercicios como ejemplo a Robinson Crusoe, con problemas en los que hay que economizar la carencia de tiempo y de recursos en la isla. Y la mejor forma de optimizarlos. Si eso nos inteligencia, no sé qué lo sea.
Enzo jugaba con las piezas negras. A veces se confundía por unos instantes, estaba mal acostumbrado a jugar siempre con las blancas.
   -Entonces… ya van seis meses de guerra. Ni yo mismo me lo esperaba. Hacía tres meses parecía que todo iba a acabar pronto, pero estas últimas semanas han sido tan…
   -¿Inverosímiles?- sugirió el inglés.
   -¿Cuál es la palabra que usan ustedes los ingleses...? brobdingnagianamente inverosímiles. Diría yo.
   -Ya lo creo. Creo que nadie esperaba que mi captura produjera tal desenlace… ¿Cómo va la guerra, por cierto?
   -Pues, no debería decirle esto, pero han lanzado más bombas atómicas en la Pampa. Y han sacado nuevas armas, tanto ingleses como argentinos, todas funcionan con radiación. El daño ecológico parece que es irrecuperable, pero ya casi expulsan a todos los ingleses…
Enzo hizo una pausa antes de continuar. Se concentró en su siguiente movimiento. Finalmente movió unos peones para resguardar al rey.
   -Nos llegaron a amenazar con lanzar una bomba en Córdoba, incluso en Buenos Aires, pero descubrimos cómo neutralizar a sus bombarderos… ¿puedo confesarle algo?
   -¿Algo que puede ser usado en su contra?- preguntó el prisionero.
   -Me temo que sí… yo quería que perdiéramos esta guerra.
Con su siguiente movida, el inglés dejó a su rey en una posición muy expuesta. Parecía estar más concentrado en lo que decía Enzo.
   -¿Puedo preguntarle por qué?
   -Bueno, Galtieri ordenó esa invasión para desviar la atención de la crisis económica. Si perdíamos, hubiese significado el inminente fin de la dictadura… sabe, Borges dijo una vez “Hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria”.
El príncipe hizo una cálida sonrisa al escucharlo decir eso. Con una curiosa mezcla de compasión y altivez dijo:
   -Créame que no puedo estar más de acuerdo con esas palabras. A ustedes los argentinos en verdad les convenía que perdieran esa guerra.
   -¿Y cómo no? destruimos la Patagonia, en este fan de no darse nunca por vencido, e invadimos un país hermano, y aún quieren más… Oscar Wilde tenía razón, ¿no? “el patriotismo es la virtud de los depravados”.
   -Bueno, Oscar Wilde también dijo que cada uno de nosotros tenemos un cielo y un inferno en nuestro interior ¿suena al Dr. Jeckill, verdad? La guerra es sólo ese infierno inherente a todos nosotros manifestándose.
   -¿Y acaso eso justifica que hayamos convertido el sur del mundo en un infierno nuclear? 
   -“Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno”.
   -Jaja, que noble frase- dijo Enzo en tono de sarcasmo- ¿Quién la dijo, Milton?
   -No, Borges- sentenció el inglés.
Avanzaron algunas movidas antes de retomar el diálogo. El británico se encontraba en una situación más o menos expuesta, Enzo no supo distinguir si se trataba de una trampa o simplemente se había distraído durante la conversación.
   -Debo decir que sabe bastante de literatura, mister Windsor- dijo Enzo.
   -Un hombre como yo debe saber un poco de todo… ¿pero usted, porqué un militar conoce tanto de literatura inglesa?
   -Siempre me gustó leer… estudiaba leyes hasta el año pasado, sabe. Tuve que interrumpir mis estudios cuando fui llamado al servicio militar. Lo único que quiero ahora es que esto termine rápido para poder retomar mi carrera… ¿pero usted, un hombre tan culto, cómo puede justificar la guerra?
   -Es parte de la naturaleza humana. Para los aztecas, por ejemplo, era literalmente un ritual. De hecho, todas las naciones y pueblos del mundo fueron fundados a raíz de algún conflicto.
   -Que verdad más triste… por lo visto tras su máscara de caballero británico sólo hay un mercenario…
   -“Sólo dad una máscara al hombre y os dirá la verdad”.
   -¡Suficiente con las frases para el bronce! No se supone que desde Maquiavelo que todos los príncipes procuran buscar la paz.
   -¿Y qué le hace pensar que yo soy ese príncipe?
Dijo el prisionero, con una mirada seria y una sonrisa de oreja a oreja. Éste volvió la vista al tablero, mientras Enzo se quedó ligeramente pasmado ante tan enigmática declaración.
   - ...Es idéntico a las fotografías, y las huellas digitales...
   -La cirugía plástica puede hacer milagros hoy en día, tantos o más que la ciencia nuclear- le contestó al argentino, con una sonrisa cómplice.
   -¿Y entonces usted quién es?
   -Más importante que preguntarse quién soy, mejor pregúntese qué estoy haciendo aquí.
El ahora sargento dirigió su torre hacia unos peones aparentemente indefensos en la parte izquierda del tablero. Luego de comerse uno, meditó un segundo, y respondió:
   -El barco era una fachada... dejaron que lo hundiéramos para que usted llegara aquí.
El prisionero asintió, al mismo tiempo que desplazaba uno de sus alfiles.
   -Usted no es un espía, en su posición no es mucho lo que podría hacer... –meditó Enzo.
   -No, pero piense en todo lo que ha provocado mi captura. Salieron a la luz armas nucleares, ejércitos de mutantes, bombardeos atómicos...
Esto ya comenzaba a preocuparlo. Enzo no sabía si su interlocutor bromeaba o tanto encierro le había afectado el juicio, pero lo dejó proseguir.
   -Es una vieja práctica que los países poderosos usemos a los más débiles para experimentar con productos nuevos- explicó el prisionero-. Lo hicieron los norteamericanos con sus vacunas en Tuskeegee, lo hicimos los ingleses con la economía neoliberal en Chile. Ahora hacemos algo parecido aquí en Argentina.
Enzo estaba a punto de mover su torre hacia el peón A7. En lugar de eso, juntó sus dos manos a la altura de su regazo y fijó su seria mirada en el inglés.
   -¿Qué exactamente?
   -¿Recuerda la guerra civil española?
   -Cómo no, hasta Neruda la dedicó versos. Es más, mis abuelos maternos eran exiliados republicanos (desvió su mirada hacia la puerta por un segundo) no se lo diga a los demás.
   -Eso poco o nada me importa. A ustedes los latinos quizás, pero a nosotros no- exclamó sin disimular su soberbia-. El verdadero propósito de esa guerra era probar armas. Los alemanes enviaron las suyas, al igual que los soviéticos y mi país. Nuevos aviones, ametralladoras, bombas, distintas cosas. Los españoles se masacraron entre sí, y de paso le dieron a nuestros ingenieros experiencias prácticas de las nuevas armas que estaban desarrollando. Armas que serían perfeccionadas y usadas poco después en la Segunda Guerra Mundial. La guerra civil fue sólo la antesala de eso. Y los españoles nuestras ratas de laboratorio.
   -¿Dice que todo este conflicto nuclear en el sur del atlántico entonces es...?
   -Correcto, la antesala de algo mucho más grande.
De repente las manecillas del reloj parecían sonar más fuertes. Enzo Ripetti percibía claramente el lejano bramido de las olas del mar, lo único que interrumpía el silencio que se instaló con la desafiante mirada de su interlocutor.
   -Cuesta creerlo.
   -¿Verdad que sí?
Volvió al juego y dirigió su caballo a una posición en la que amenazaba a la reina blanca del prisionero.
   -Si eso es cierto, entonces ustedes sabían de nuestras armas secretas- dijo Ripetti.
   -¿Hay algo en este mundo que no sepa el M16?
   -Y tendrían que dominar tecnología mucho más avanzada que la de la fusión nuclear.
   -Por supuesto, ¿Acaso cree que mostramos al público todos los descubrimientos de nuestros científicos? Siempre hay que tener un as bajo la manga pensando en lo que se viene. Con el mundo dividido en dos, la guerra nuclear es algo inminente. Una batalla apocalíptica entre los pesos pesados de este mundo es inevitable. Lo que los vikingos llamaban "Rangarok" o batalla de los dioses. Todo lo que pase antes, es sólo algo anexo. Usted, por ejemplo, todavía no se ha dado cuenta que si dejo que masacre mis peones con su torre es para abrirle paso a mi reina, que apuntará directo a su rey.
Un tanto hastiado de su soberbia, Enzo hizo una mueca en la que levantó una ceja por sobre la otra. Súbitamente agarró su torre, se levantó de su silla y se dirigió a su contrincante.
   -Bonita historia, créame que lo felicito, es uno de los tipos más imaginativos que he conocido. Pero, aunque fuera verdad, ¿Por qué revelarme su plan ahora si aún puedo detenerlo?
El inglés desvió sus ojos azules hacia la ventana. Algo, difuso, parecía ocurrir allá afuera. Enzo se acercó. El reloj ya marcaba las doce en punto, y por el marco de la ventana se distinguía un lejano y brillante resplandor en el horizonte. Un resplandor que ya le era familiar. Curiosamente ya no se percibía el sonido de las olas ni del reloj. Por un eterno instante, Enzo quedó con la boca abierta. La explosión fue lejana, desde donde estaba ni siquiera parecía destructiva. Pero no venía ni del continente ni de las Malvinas. Sino del norte, mucho más al norte. A la mañana siguiente sabría más detalles, lo más probable era que no habría comunicaciones con ningún lado durante las próximas horas.
Cuando volteó a ver al impostor, éste miraba, distendidamente, al tablero. Había tomado su alfil. En ausencia de la torre, tenía el camino libre hacia el rey.
     -Checkmate - remató, con su inconfundible acento británico.




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 Creo que este cuento está entre los más largos que he escrito. La idea surgió en cuanto leí esta noticia de los preparativos que hacía Reino Unido para una eventual Tercera Guerra Mundial en el ´82:

http://diario.latercera.com/2013/08/02/01/contenido/mundo/8-143067-9-archivos-britanicos-revelan-que-isabel-ii-preparo-discurso-ante-posible-iii.shtml



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