viernes, 1 de marzo de 2013

La Fiesta bajo la Gran Pirámide

Cuento de terror inspirado en la mitología ideadada por Howard Phillips Lovecraft. Disfrútenlo:

La fiesta bajo la Gran Pirámide



Entre las cálidas arenas del olvido, apenas rozadas por los vientos de la eternidad, descansa cual fuera mi última perdición, extraviada en lo más remoto del valle de Hadoth.
Llegué al desierto egipcio allá por los primeros años del siglo veinte de los mortales cristianos. Como todo buen saqueador de tumbas, pasé por el valle de los reyes, sin mucha suerte, pues de dichas ruinas no pude rescatar más que una vasija con algunas piezas de plata y un viejo espejo de, lo que espero, sea oro. Además de algunos conocimientos históricos sobre al antiguo Egipto que me fueron útiles más adelante.
Queda muy poco que saquear por estas tierras, pensé, pero me jugaré mi última carta: Las catacumbas de Nefre-ka. Supe de su existencia por medio de una conversación que ostentaban en voz baja unos ancianos en una taberna en Luxor. Afortunadamente manejo el idioma de los nativos, y estos debieron estimar lo contrario, lo que me permitió escucharlos cuchichear sobre las múltiples maravillas que abundaban en unas ruinas aún no tocadas por los extranjeros, mientras me servía mi aguardiente en la mesa vecina. En una maniobra arriesgada me entrometí con todo el tacto que pude, les invité unas copas y los interrogué, en su idioma, sobre el lugar del que hablaban. Su reacción fue más que clara. Con unos rostros súbitamente pálidos, me soltaron una sarta de advertencias que, debido a la pasión y velocidad que imprimieron en ella, me costó un tanto de comprender. Pero lo principal se entendía: “No debe osar acercarse allí. Las catacumbas del faraón Nefre-ka son uno de los mayores miedos de los egipcios, especialmente de los ancianos. Aquellos que hemos oído escabrosas historias sobre lo que ocurre una vez que se desafía a la maldición que reposa en lo más ignoto del valle de Hadoth”.
Comprendiendo que su pavor era auténtico, les prometí que no me acercaría. Obviamente no me creyeron y se retiraron antes de terminar sus tragos. Mientras se iban los pude escuchar susurrando unas oraciones que me eran desconocidas.
Temprano por la mañana, agarré mi camello, colgando de la montura todo lo necesario, el mapa, las cantimploras, los abrigos, y la vasija con mi último botín. No confió en los caseros del hotel donde me hospedo. Preguntando se llega a Roma, dicen por ahí. Fue así que atravesé las mismas arenas que los ejércitos de Napoleón hace cien años, aquellas que los césares tuvieron bajo su poder durante tantos siglos: preguntando a lugareños, comerciantes, tribus sarracenas, y claro, guiándome por un extraño silbido que surgía desde donde soplaban los vientos que parecía llamarme, desde las montañas más allá del ocaso, donde reposa el otrora Alto Egipto. Allá por el valle de Hadoth.
Ya caída la noche, llegó un punto en que me tuve que separar de la serpenteante orilla del Nilo para adentrarme en las oscuras arenas del desierto. Supe que había llegado al valle al percibir la señal que me habían indicado quienes consulté, con cierto estupor, en el camino: comienzan a oírse los lamentos de la muerte en el aire.
Rodeado por unos escalofriantes vientos que ondeaban mis ropas y entorpecían el andar del camello, recorrí docenas de kilómetros en el misterioso valle hasta que finalmente di con mi destino: las catacumbas de Nefre-ka.
Iluminada únicamente por la luz de la luna, en los más hondo, casi como si fuera una mina a cielo abierto, yacía la Gran Pirámide, de un tamaño mayor al que me imaginaba. Y junto a ellas descansaban las ruinas de una estructura de piedra, larga y baja en lo más profundo del valle. Con mi camello descendí con dificultad un inclinado camino, hasta varios metros bajo el nivel del mar. Esta debía ser la Tumba de Roca de Neb, me dije. Se trataba de varias puertas que daban a las entrañas oscuras de un mundo desconocido.
A cada lado del pórtico en el que entré vigilaba una estatua de Anubis, imponente y vigilante de todos los intrusos que osaran penetrar en las tumbas. Cuentos que a mí no me concernían, había entrado a ese lugar con la consciencia tranquila y la convicción que todos aquellos cuentos no eran más que patrañas inventadas por nativos ignorantes, y ahora retomadas para ahuyentar a los saqueadores de mi calaña. Más equivocado no podía estar.
Avanzaba tranquilo y atento, iluminado por mi antorcha. Si de algo podía estar seguro era que, a juzgar por la ruta que seguían los pasadizos, hacia abajo, y virando a la izquierda, sólo podían adentrarse en la Gran Pirámide.
Escudriñando en la oscuridad no encontraba nada valor. Nada más que paredes de roca, y uno que otro jeroglífico sin mayor significado para mí. Hasta que me topé con uno que ya había visto en repetidas ocasiones. Mis conocimientos de jeroglíficos son escasos, sólo lo que se aprende con tantos saqueos de experiencia a mi haber, pero en cuanto lo vi estuve casi seguro que decía: “Aquí yace el Ka del Faraón”. Esa era una buena señal, que me impulsó a seguir adelante a pesar de lo enrarecido que empezaba a tornarse el aire.
Los antiguos egipcios creían que cada uno de nosotros nacía con un “Ka” una especie de alma o “energía vital” como lo llamaban ellos. Supuestamente éste necesitaba algo en que reposar una vez muerta la carne, ya fuera la momia de ésta, una estatua o una pintura. Era por eso que los antiguos faraones eran embalsamados, decían que sólo su “Ka” podía aspirar a la inmortalidad. Y dentro de sus pirámides llenaban sus tumbas con oro, joyas, estatuas, obras de arte, vino, lanzas y armas de guerra, mascotas e incluso pinturas de sus lacayos para que les sirvieran en la vida eterna. Cosas que supuestamente les servirían en el otro mundo. Todo eso y más juraba que encontraría y me enriquecería de lo que era, evidentemente, una tumba nunca antes saqueada.
Pasado el jeroglífico comprendí que me encontraba en el interior de la Gran Pirámide. Guiándome por mi instinto, y descartando puertas selladas imposibles de abrir con lo que tenía, descendí aún más por los pasadizos de la milenaria estructura. Me asombró lo profunda de la mole, y llegué a sospechar que lo que se veía en la superficie no era más que la punta de un titánico iceberg enterrado bajo la arena.
Asomaba la antorcha a las paredes revestidas de larguísimos jeroglíficos. Mensajes inmemoriales que buscaban comunicar a un indiferente morador que sólo buscaba oro. No obstante, a medida que me adentraba, empezaron a llamarme la atención unos símbolos mucho más explícitos y universales que los jeroglíficos tradicionales. Mostraban una fiesta, donde convivían varios hombre y criaturas de aspecto humanoide, pero cabezas animalezcas. La secuencia de imágenes indicaba a un intruso que espiaba desde una abertura. Un egipcio antiguo de tes morena y vestido sólo con calzón blanco y sandalias. Éste era descubierto por un monstruo con cabeza de serpiente y cuerpo de cocodrilo. Pataleando era llevado al interior de la fiesta. Los invitados casi no se dieron cuenta de su presencia, excepto un grupo de seis personas, encabezados por un individuo que parecía ser una suerte de faraón o sacerdote religioso, por sus peculiares prendas.
Estas seis personas lo dispusieron en una mesa de piedra al centro de la escena. Mientras los demás invitados continuaban celebrando como si nada, en el centro exacto del salón se realizaba una ceremonia. Los cinco individuos realizaban cánticos y bailes, mientras que el sexto, el líder, parecía invocar al cielo desde la cabecera de la mesa. El intruso debía estar atado, pues a pesar de su clara expresión de horror en el rostro no se movió ni un centímetro. Finalmente, los seis cultistas se abalanzaron sobre él, cubriéndolo por completo. Su mueca desfigurada y horrorizada se mantuvo. Hasta que se retiraron, mostrando un cuerpo despellejado y con varios huesos al aire. Los sirvientes humanos cortaron la carne que quedaba y las sirvieron en platos a las espantosas criaturas divinas que habitaban la fiesta. Mientras, el líder de la ceremonia se dirigía a una cama donde se recostaba. Hasta yo, sin ser arqueólogo, comprendí que representaba al sarcófago. Las siguientes imágenes proliferaban de una cabeza de piel verde, alargada, con ese extraño sombrero de los faraones egipcios y ojos rojos, además del cuerpo del pobre mutilado que caía a un abismo oscuro, donde lo esperaban demonios con cabeza de cocodrilo.
Nunca antes había visto jeroglíficos tan aterradores, influenciado por eso, y una brisa de aire que percibí más adelante, comencé a trotar. La antorcha se consumía, y el oxígeno era cada vez más escaso, por lo que me urgía encontrar una abertura cercana si es que de ahí provenía la ráfaga de aire. A medida que avanzaba, ésta comenzaba a hacerse más lejana, y los jeroglíficos más horrendos, describiendo las escenas de un pavoroso infierno similar al de la Divina Comedia de Dante. Por todo aquello comencé a correr, horrorizado cada vez más, no estaba seguro si de la falta de oxígeno o de las intimidantes paredes.
A medida que  avanzaba, me fui percatando que el pasillo se hacía cada vez más estrecho, y a los cada vez más desesperados latidos de mi corazón se sumó la claustrofobia. Contra mi rostro chocó una gruesa telaraña, que además envolvió a mi antorcha y antes que me diera cuenta la apagó. Me limpié el rostro y la busqué en la oscuridad. No aparecía. Completamente desorientado, sumido en la más absoluta oscuridad, y esta vez sin ninguna ráfaga de aire, comencé a sentir que el ambiente se achicaba, la atmósfera era cada vez más enrarecida y espesa. Lo único que se percibía era el desesperado latido de mi corazón. Me sentía adentro de un sarcófago, enterrado vivo, y sin posibilidad de salir. Dejé que el pánico se apoderara de mí durante unos minutos, hasta que, avanzando lentamente por lo ignoto, mis manos dieron con una bifurcación. Continué palpando y deduje que se trataba de tres caminos distintos. Intenté calmar mi mente para pensar con claridad cuál sería mi siguiente paso.
Quizás fue mi imaginación, o un engaño de mis sentidos, pero sentí esa misma brisa, envuelta con el mismo lejano silbido que parecía llamarme hace unas horas en la oscuridad del desierto. Era lo único que tenía, así que avancé por el pasadizo de la izquierda, de donde creí percibir el silbido.
Un poco más calmado, recordé la antorcha eléctrica que guardaba entre mis ropas. Ese moderno artefacto cuyas baterías había olvidado cambiar antes de partir de Luxor, pero que me servirían para esta desesperada ocasión. Debía ser eficiente en su uso, pues no duraría mucho la luz artificial.
Caminando por el pasillo, algo sentí, primero creí que era mi imaginación nuevamente, luego estuve seguro de que era una risa al escucharlo por segunda vez.
Busqué el origen de dicho sonido, doblando en un pasadizo a mi derecha, luego en otro a la izquierda. Por tercera vez escucho algo, esta vez son varias risas, que me suenan estridentes y escalofriantes, seguidas por unas copas que chocan entre sí. Con un temor que no negaré hice un gran esfuerzo por no retroceder y continuar hasta que distinguí a lo lejos una luz.
Se trataba de otro pórtico, que emitía una luz y unos sonidos cada vez más distinguibles. Continué mi marcha hasta que llegué a una puerta sellada. Ésta poseía una estrecha rendija desde donde se filtraba la luz de muchas antorchas y las voces de gentes conversando. Me dispuse a abrirlo, cargaba con migo unos cartuchos de dinamita, pero una rápida mirada a la roca me hizo estimar que no sería necesario. Agarré mi llave inglesa, hice palanca y, con una facilidad mayor a la que esperaba, la puerta cedió y se abrió hacia fuera.
Como era de esperarse, el umbral no llevaba hacia otro pasillo, sino que a una cámara.
Su interior era la locación de una dunsaniana escena: docenas de personas celebrando, con vestimentas del Egipto Antiguo, y servidos por muchos pequeños sirvientes y esclavos. A pesar de que la única fuente de luz eran las antorchas en las paredes, cualquiera diría que llegaba la luz del sol a dicha cámara.
Había mesas con comida servida, vino, y diversas exquisiteces. Algunos comensales se servían sus copas de madera ante uno de los imponentes cuadros del faraón, comentando la técnica usada por el artista, mientras que otros nobles, seguramente parientes muy cercanos al faraón, estaban sentados en suntuosas sillas con guapas concubinas y vasijas repletas de joyas a su lado, probándoselas a sus mujeres y ufanándose de éstas.
Hacia el fondo estaba una banda de músicos tocando el arpa, con una suave melodía que me sonó espectral y, sin alterar mis nervios, curiosamente conseguía ponerme los pelos de punta.
Más hacia atrás se encontraba el tesoro máximo: el sarcófago del Faraón. Tan sellado como siempre. Rodeado de lanzas, arcos, estatuas de Osiris y más vasijas llenas de oro.
Como si se tratara de un sueño, entré, vacilante, pero sin confiar demasiado en la autenticidad de lo que me comunicaban mis sentidos. Los comensales no parecieron darse cuenta de mi presencia, y, si lo hicieron, lo disimulaban muy bien.
Me acerqué a un grupo que estaba ante una de las pinturas. Como si nada, me sumé al grupo de cuatro personas, que por cierto no se opusieron a que los escuchara tan de  cerca. Curiosamente logré comprender a la perfección su lengua. Por un minuto creí que hablaban en árabe. Más tarde comprendí que yo estaba hablando en egipcio antiguo.
-Efectivamente, ni todos lo esclavos del imperio bastarían para construir una pirámide como ésta- contaba un hombre calvo y alto con ropas de funcionario del imperio.
-Ya lo creo. El juicio de Imhotep se estremecería al ver algo de este tamaño- opinaba un individuo obeso y de tes clara-. Él seguramente habría destinado a esos hombres a combatir a los icsos.
-¡Por favor no me hables de esa manga de agitadores! Es un problema más que solucionado. Las fronteras están más que aseguradas. Ahora es ocasión de celebrar y disfrutar la velada.
Si la memoria no me fallaba, los icsos habían arrasado con el imperio egipcio hacia miles de años. Era doblemente sobrenatural que hablaran de ello en presente, y como un problema solucionado. El ala de muerte y antigüedad que envolvía todo era palpable, y extrañamente atrayente.
Mientras escuchaba la plática, me percaté de algo: además de las pinturas del Faraón, estaban colgadas otras docenas de cuadros vacíos, sin imagen alguna en su interior. Luego leí la leyenda debajo de cada uno de ellos: sirviente. Y miré al joven de estatura baja y expresión taciturna que me servía una copa de su bandeja.
-¿Y qué es eso que se habla entre los nobles sobre una reforma religiosa?- preguntó el individuo obeso.
-Oh, sí. Eso… Nuestro poderoso Faraón y sumo sacerdote se creo muchos problemas entre los demás gobernantes de Egipto. Fue muy impopular su reforma religiosa. Muchos la tildarían de… aborrecible. Y es que esos incultos del bajo pueblo aún no estaban listos para adorar al gran dios Nyarlathotep.
Al escuchar este nombre, un escalofrío bajó por mi espalda, calando en lo más hondo de mi espina. Sensación de desagrado que luego fue substituida por el líquido que bajaba por mi esófago. Con una mueca de repugnancia que no disimulé, retrocedí unos pasos y escupí parte del vino que había ingerido. Miré la copa, y reconocí el inconfundible color y sabor de la sangre.
Arrojé lejos el cáliz y miré a mí alrededor buscando la salida. Para mi horror, la puerta estaba sellada. Sentí que la habitación daba vueltas, un terror indescriptible se fue apoderando de mí ser. Mi cabeza se llenó con las cada vez más agudas notas de los músicos. Me lancé contra la fría pared y la arañé en un desesperado intento por abrirla. Volteé mi cabeza, y al volver a contemplar la escena, por un segundo tuve la impresión de que todos los asistentes, en lugar de egipcios con túnicas antiguas, eran cadáveres putrefactos, esqueletos sujetados por telas y tendones petrificados que compartían con unos indescriptibles monstruos con cabeza de perro, de serpiente otros, e incluso de cocodrilo.
Me derrumbé contra la pared, llevé las manos a mi rostro por unos instantes, y pasado ese tiempo abrí los ojos: todo seguía tan normal como la primera imagen que tuve del lugar. Los mimos individuos y los mismos sirvientes.
-¿Buscaba la salida?- sentí que me preguntaba alguien.
Al voltear la cabeza vi a un hombre negro, calvo y con adornos reales en su pecho y muñecas, sentado en un trono de piedra, no muy lejos de donde solía estar la salida. Junto a él, como si fuera el gato más normal del mundo, reposaba una extraordinaria criatura: se trataba de una esfinge, un ser con cuerpo de león, alas de águila, y un rostro antropomórfico que, si bien estaba más emparentado con los felinos, trasmitía con sus rasgos una feminidad bastante humana.
Me acerqué a quien al parecer ya reconocía:
-¿Usted es el…Faraón?- no sé como logré abrir la boca con lo aterrado que estaba, pero logré articular esas palabras.
-Supongo que usted venía buscando algo más que una copa de vino- me dijo con cierto tono de complicidad.
El hombre tenía una sonrisa amplia, pero el resto de su rostro era bastante inexpresivo. A medida que hablaba acariciaba constantemente a la criatura a su derecha, y a la vez me miraba fijamente, con unos ojos más negros que cualquier otra noche que hubiese visto antes.
-Le impresiona mi mascota, por lo que veo. La pobre no ha comido en mucho tiempo, sabe. ¿Ha oído alguna vez del mito de la esfinge? Aquellos viajeros que atravesaran cierto valle prohibido, serían abordados por ésta magnífica especie, e interrogados con un ancestral acertijo. Si lo resolvían, la esfinge los dejaba pasar. De lo contrario… -un rugido de placer emitido por su animal coincidió con sus palabras- su estómago dejaba de rugir.
-… Por favor… déjeme ir.
De ahí en adelante que mis recuerdos son borrosos. Claramente su respuesta fue negativa, a pesar de que no emitió palabra alguna. Como en la más difusa de las pesadillas, todo se tornó oscuro. Unas pocas antorchas pasaron a ser la única iluminación en la lúgubre fiesta.
Las sombras me envolvieron, e intimidantes siluetas encapuchadas me llevaron a rastras a un lugar desconocido. Sentí que caía por un pozo, pero en realidad descendíamos a lo más profundo de las entrañas de la Gran Pirámide. Al último nivel, donde existe una cámara prohibida y maldita, con un solitario altar de piedra, y más cercana al infierno que a cualquier otro lugar. Y es que, a diferencia de las demás pirámides, ésta no fue construida para que el Faraón llegara a lo más alto del cielo.
Desde mi garganta se profirieron gritos inhumanos y desesperados durante largas jornadas en las que estuve amarrado a ese altar. Mis gritos continúan, a pesar de que ahora mi corazón reposa en una vasija de oro, al igual que el resto de mis órganos vitales. Mi ka sigue aferrado a estos despojos, pero no por mucho, pues aquí viene la consumación final del ritual.
El cielo de la cámara de piedra se abrió. De las oscuras bóvedas brotó una nube negra y todo el terror y abominación de un universo desconocido. Antecedida por un olor nauseabundo e insoportable, una masa negra-grisácea, de pliegues, apéndices y quejidos brotó de esas tinieblas.
Ya bien adentro de la cámara, y a unos pocos metros de mi esqueleto, las fauces de un monstruo amorfo e indescriptible se abrieron, dejando salir largos colmillos y tentáculos, además de un alarido compuesto por las incontables almas de condenados lejanos en el tiempo y el espacio, junto con las risas más demoníacas provenientes de regiones desconocidas e insospechadas.
Sentí que el dios Anubis, embalsamador de momias y seños de la ciudad de los muertos, se lamentaba por mi cruel destino que escapaba al más duro de sus juicios. “Lamentarás haber irrumpido en la Fiesta de Nitokris” fue lo que escuché resonar en mi cerebro.
Y comenzó la ceremonia. Mientras el inenarrable rito se llevaba a cabo, miles de metros más arriba continuaba, como si nada, la fiesta de los nobles y los súbditos, expectantes a que se sirviera el plato principal.
El poderoso Nyarlathotep exige su sacrificio, y los fieles súbditos el manjar que les garantizaba su vida eterna. No existe Ka mejor nutrido que aquel que se alimenta de fluidos y restos humanos. Por más que los hombres se hayan empeñado en borrar de toda memoria histórica al faraón Nefre-ka, su culto sigue vivo. Al igual que sus ceremonias de Nitokris.
Y aunque vengan hordas de cientos de hombres armados a saquear las riquezas de la pirámide, no podrán escapar a la maldición que les espera. Pues los ejércitos oscuros del Faraón agarrarán las miles de lanzas, arcos y espadas de oro que reposan junto a las vasijas de oro y joyas de la pirámide, y ajusticiarán a todo el que ose entrar en esta región maldita de la que no hay escapatoria.
Ya la libertad es algo inalcanzable para mí. Entrecierro los ojos y comienzan mis pesadillas. Me veo entonces afuera, libre y rodeado por el desierto y la oscuridad de la noche sin luna. Ya no hay valle, ni pirámide. Las tormentas de arena la han cubierto por completo. Tampoco hay camello, ni señal alguna que me oriente. Por más que intente llegar a algún lado, no lo consigo. Ni siquiera de vuelta a las ruinas. Los vientos son lo único que percibo y vago, perdido y desesperado, por un infinito cosmos de arena y vacío. Esas son sólo mis pesadillas. Mi verdadero sufrimiento comienza cuando abro los ojos y me enfrento al destino que me fue encomendado por los dioses, en este mundo de pesadilla perdido en las arenas del Hadoth.


También disponible por partes en Chile del Terror:
http://chiledelterror.blogspot.com/search/label/diego%20escobedo

Al igual que Lovecraft con "Reanimator", tuve que alterar un poco la redacción para dividirlo en partes. Claro que con mejores resultados

2 comentarios:

  1. en mi muy humilde opinion uno de los problemas es que lovecraft usaba comunmente personajes principales de una eminente formacion exploradores profesores universitarios y cientificos, hay que desarrollar mas los personajes pero tienes una buena historia :D suerte con eso

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  2. A ver, no lo he terminado de leer. Pero no sabía que no era de Lovecraft; pensé que era suyo. Tienes un estilo de narración muy similar, de verdad me encantó. Eres un genio.

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