La fiesta bajo la Gran Pirámide
Entre las cálidas arenas del olvido, apenas
rozadas por los vientos de la eternidad, descansa cual fuera mi última
perdición, extraviada en lo más remoto del valle de Hadoth.
Llegué al desierto egipcio allá por los
primeros años del siglo veinte de los mortales cristianos. Como todo buen
saqueador de tumbas, pasé por el valle de los reyes, sin mucha suerte, pues de
dichas ruinas no pude rescatar más que una vasija con algunas piezas de plata y
un viejo espejo de, lo que espero, sea oro. Además de algunos conocimientos
históricos sobre al antiguo Egipto que me fueron útiles más adelante.
Queda muy poco que saquear por estas tierras,
pensé, pero me jugaré mi última carta: Las catacumbas de Nefre-ka. Supe de su
existencia por medio de una conversación que ostentaban en voz baja unos
ancianos en una taberna en Luxor. Afortunadamente manejo el idioma de los
nativos, y estos debieron estimar lo contrario, lo que me permitió escucharlos
cuchichear sobre las múltiples maravillas que abundaban en unas ruinas aún no
tocadas por los extranjeros, mientras me servía mi aguardiente en la mesa
vecina. En una maniobra arriesgada me entrometí con todo el tacto que pude, les
invité unas copas y los interrogué, en su idioma, sobre el lugar del que
hablaban. Su reacción fue más que clara. Con unos rostros súbitamente pálidos,
me soltaron una sarta de advertencias que, debido a la pasión y velocidad que
imprimieron en ella, me costó un tanto de comprender. Pero lo principal se
entendía: “No debe osar acercarse allí. Las catacumbas del faraón Nefre-ka son
uno de los mayores miedos de los egipcios, especialmente de los ancianos.
Aquellos que hemos oído escabrosas historias sobre lo que ocurre una vez que se
desafía a la maldición que reposa en lo más ignoto del valle de Hadoth”.
Comprendiendo que su pavor era auténtico, les
prometí que no me acercaría. Obviamente no me creyeron y se retiraron antes de
terminar sus tragos. Mientras se iban los pude escuchar susurrando unas
oraciones que me eran desconocidas.
Temprano por la mañana, agarré mi camello,
colgando de la montura todo lo necesario, el mapa, las cantimploras, los
abrigos, y la vasija con mi último botín. No confió en los caseros del hotel
donde me hospedo. Preguntando se llega a Roma, dicen por ahí. Fue así que
atravesé las mismas arenas que los ejércitos de Napoleón hace cien años,
aquellas que los césares tuvieron bajo su poder durante tantos siglos:
preguntando a lugareños, comerciantes, tribus sarracenas, y claro, guiándome
por un extraño silbido que surgía desde donde soplaban los vientos que parecía
llamarme, desde las montañas más allá del ocaso, donde reposa el otrora Alto
Egipto. Allá por el valle de Hadoth.
Ya caída la noche, llegó un punto en que me
tuve que separar de la serpenteante orilla del Nilo para adentrarme en las
oscuras arenas del desierto. Supe que había llegado al valle al percibir la
señal que me habían indicado quienes consulté, con cierto estupor, en el
camino: comienzan a oírse los lamentos de la muerte en el aire.
Rodeado por unos escalofriantes vientos que
ondeaban mis ropas y entorpecían el andar del camello, recorrí docenas de
kilómetros en el misterioso valle hasta que finalmente di con mi destino: las
catacumbas de Nefre-ka.
Iluminada únicamente por la luz de la luna, en
los más hondo, casi como si fuera una mina a cielo abierto, yacía la Gran Pirámide , de un tamaño
mayor al que me imaginaba. Y junto a ellas descansaban las ruinas de una
estructura de piedra, larga y baja en lo más profundo del valle. Con mi camello
descendí con dificultad un inclinado camino, hasta varios metros bajo el nivel
del mar. Esta debía ser la Tumba
de Roca de Neb, me dije. Se trataba de varias puertas que daban a las entrañas
oscuras de un mundo desconocido.
A cada lado del pórtico en el que entré
vigilaba una estatua de Anubis, imponente y vigilante de todos los intrusos que
osaran penetrar en las tumbas. Cuentos que a mí no me concernían, había entrado
a ese lugar con la consciencia tranquila y la convicción que todos aquellos
cuentos no eran más que patrañas inventadas por nativos ignorantes, y ahora
retomadas para ahuyentar a los saqueadores de mi calaña. Más equivocado no
podía estar.
Avanzaba tranquilo y atento, iluminado por mi
antorcha. Si de algo podía estar seguro era que, a juzgar por la ruta que
seguían los pasadizos, hacia abajo, y virando a la izquierda, sólo podían
adentrarse en la Gran Pirámide.
Escudriñando en la oscuridad no encontraba nada
valor. Nada más que paredes de roca, y uno que otro jeroglífico sin mayor
significado para mí. Hasta que me topé con uno que ya había visto en repetidas
ocasiones. Mis conocimientos de jeroglíficos son escasos, sólo lo que se
aprende con tantos saqueos de experiencia a mi haber, pero en cuanto lo vi
estuve casi seguro que decía: “Aquí yace el Ka del Faraón”. Esa era una buena
señal, que me impulsó a seguir adelante a pesar de lo enrarecido que empezaba a
tornarse el aire.
Los antiguos egipcios creían que cada uno de
nosotros nacía con un “Ka” una especie de alma o “energía vital” como lo llamaban
ellos. Supuestamente éste necesitaba algo en que reposar una vez muerta la
carne, ya fuera la momia de ésta, una estatua o una pintura. Era por eso que
los antiguos faraones eran embalsamados, decían que sólo su “Ka” podía aspirar
a la inmortalidad. Y dentro de sus pirámides llenaban sus tumbas con oro,
joyas, estatuas, obras de arte, vino, lanzas y armas de guerra, mascotas e
incluso pinturas de sus lacayos para que les sirvieran en la vida eterna. Cosas
que supuestamente les servirían en el otro mundo. Todo eso y más juraba que
encontraría y me enriquecería de lo que era, evidentemente, una tumba nunca
antes saqueada.
Pasado el jeroglífico comprendí que me
encontraba en el interior de la Gran
Pirámide. Guiándome por mi instinto, y descartando puertas
selladas imposibles de abrir con lo que tenía, descendí aún más por los
pasadizos de la milenaria estructura. Me asombró lo profunda de la mole, y
llegué a sospechar que lo que se veía en la superficie no era más que la punta
de un titánico iceberg enterrado bajo la arena.
Asomaba la antorcha a las paredes revestidas de
larguísimos jeroglíficos. Mensajes inmemoriales que buscaban comunicar a un
indiferente morador que sólo buscaba oro. No obstante, a medida que me
adentraba, empezaron a llamarme la atención unos símbolos mucho más explícitos
y universales que los jeroglíficos tradicionales. Mostraban una fiesta, donde
convivían varios hombre y criaturas de aspecto humanoide, pero cabezas animalezcas.
La secuencia de imágenes indicaba a un intruso que espiaba desde una abertura.
Un egipcio antiguo de tes morena y vestido sólo con calzón blanco y sandalias.
Éste era descubierto por un monstruo con cabeza de serpiente y cuerpo de
cocodrilo. Pataleando era llevado al interior de la fiesta. Los invitados casi
no se dieron cuenta de su presencia, excepto un grupo de seis personas,
encabezados por un individuo que parecía ser una suerte de faraón o sacerdote
religioso, por sus peculiares prendas.
Estas seis personas lo dispusieron en una mesa
de piedra al centro de la escena. Mientras los demás invitados continuaban
celebrando como si nada, en el centro exacto del salón se realizaba una
ceremonia. Los cinco individuos realizaban cánticos y bailes, mientras que el
sexto, el líder, parecía invocar al cielo desde la cabecera de la mesa. El
intruso debía estar atado, pues a pesar de su clara expresión de horror en el
rostro no se movió ni un centímetro. Finalmente, los seis cultistas se abalanzaron
sobre él, cubriéndolo por completo. Su mueca desfigurada y horrorizada se
mantuvo. Hasta que se retiraron, mostrando un cuerpo despellejado y con varios
huesos al aire. Los sirvientes humanos cortaron la carne que quedaba y las
sirvieron en platos a las espantosas criaturas divinas que habitaban la fiesta.
Mientras, el líder de la ceremonia se dirigía a una cama donde se recostaba.
Hasta yo, sin ser arqueólogo, comprendí que representaba al sarcófago. Las
siguientes imágenes proliferaban de una cabeza de piel verde, alargada, con ese
extraño sombrero de los faraones egipcios y ojos rojos, además del cuerpo del
pobre mutilado que caía a un abismo oscuro, donde lo esperaban demonios con
cabeza de cocodrilo.
Nunca antes había visto jeroglíficos tan
aterradores, influenciado por eso, y una brisa de aire que percibí más
adelante, comencé a trotar. La antorcha se consumía, y el oxígeno era cada vez
más escaso, por lo que me urgía encontrar una abertura cercana si es que de ahí
provenía la ráfaga de aire. A medida que avanzaba, ésta comenzaba a hacerse más
lejana, y los jeroglíficos más horrendos, describiendo las escenas de un
pavoroso infierno similar al de la Divina Comedia de Dante. Por todo aquello comencé a
correr, horrorizado cada vez más, no estaba seguro si de la falta de oxígeno o
de las intimidantes paredes.
A medida que avanzaba, me fui percatando que el pasillo se
hacía cada vez más estrecho, y a los cada vez más desesperados latidos de mi
corazón se sumó la claustrofobia. Contra mi rostro chocó una gruesa telaraña,
que además envolvió a mi antorcha y antes que me diera cuenta la apagó. Me
limpié el rostro y la busqué en la oscuridad. No aparecía. Completamente
desorientado, sumido en la más absoluta oscuridad, y esta vez sin ninguna
ráfaga de aire, comencé a sentir que el ambiente se achicaba, la atmósfera era
cada vez más enrarecida y espesa. Lo único que se percibía era el desesperado
latido de mi corazón. Me sentía adentro de un sarcófago, enterrado vivo, y sin
posibilidad de salir. Dejé que el pánico se apoderara de mí durante unos
minutos, hasta que, avanzando lentamente por lo ignoto, mis manos dieron con
una bifurcación. Continué palpando y deduje que se trataba de tres caminos
distintos. Intenté calmar mi mente para pensar con claridad cuál sería mi
siguiente paso.
Quizás fue mi imaginación, o un engaño de mis
sentidos, pero sentí esa misma brisa, envuelta con el mismo lejano silbido que
parecía llamarme hace unas horas en la oscuridad del desierto. Era lo único que
tenía, así que avancé por el pasadizo de la izquierda, de donde creí percibir
el silbido.
Un poco más calmado, recordé la antorcha
eléctrica que guardaba entre mis ropas. Ese moderno artefacto cuyas baterías
había olvidado cambiar antes de partir de Luxor, pero que me servirían para
esta desesperada ocasión. Debía ser eficiente en su uso, pues no duraría mucho
la luz artificial.
Caminando por el pasillo, algo sentí, primero
creí que era mi imaginación nuevamente, luego estuve seguro de que era una risa
al escucharlo por segunda vez.
Busqué el origen de dicho sonido, doblando en
un pasadizo a mi derecha, luego en otro a la izquierda. Por tercera vez escucho
algo, esta vez son varias risas, que me suenan estridentes y escalofriantes,
seguidas por unas copas que chocan entre sí. Con un temor que no negaré hice un
gran esfuerzo por no retroceder y continuar hasta que distinguí a lo lejos una
luz.
Se trataba de otro pórtico, que emitía una luz
y unos sonidos cada vez más distinguibles. Continué mi marcha hasta que llegué
a una puerta sellada. Ésta poseía una estrecha rendija desde donde se filtraba
la luz de muchas antorchas y las voces de gentes conversando. Me dispuse a
abrirlo, cargaba con migo unos cartuchos de dinamita, pero una rápida mirada a
la roca me hizo estimar que no sería necesario. Agarré mi llave inglesa, hice
palanca y, con una facilidad mayor a la que esperaba, la puerta cedió y se
abrió hacia fuera.
Como era de esperarse, el umbral no llevaba
hacia otro pasillo, sino que a una cámara.
Su interior era la locación de una dunsaniana
escena: docenas de personas celebrando, con vestimentas del Egipto Antiguo, y
servidos por muchos pequeños sirvientes y esclavos. A pesar de que la única
fuente de luz eran las antorchas en las paredes, cualquiera diría que llegaba
la luz del sol a dicha cámara.
Había mesas con comida servida, vino, y
diversas exquisiteces. Algunos comensales se servían sus copas de madera ante
uno de los imponentes cuadros del faraón, comentando la técnica usada por el
artista, mientras que otros nobles, seguramente parientes muy cercanos al
faraón, estaban sentados en suntuosas sillas con guapas concubinas y vasijas
repletas de joyas a su lado, probándoselas a sus mujeres y ufanándose de éstas.
Hacia el fondo estaba una banda de músicos
tocando el arpa, con una suave melodía que me sonó espectral y, sin alterar mis
nervios, curiosamente conseguía ponerme los pelos de punta.
Más hacia atrás se encontraba el tesoro máximo:
el sarcófago del Faraón. Tan sellado como siempre. Rodeado de lanzas, arcos,
estatuas de Osiris y más vasijas llenas de oro.
Como si se tratara de un sueño, entré,
vacilante, pero sin confiar demasiado en la autenticidad de lo que me
comunicaban mis sentidos. Los comensales no parecieron darse cuenta de mi
presencia, y, si lo hicieron, lo disimulaban muy bien.
Me acerqué a un grupo que estaba ante una de
las pinturas. Como si nada, me sumé al grupo de cuatro personas, que por cierto
no se opusieron a que los escuchara tan de
cerca. Curiosamente logré comprender a la perfección su lengua. Por un
minuto creí que hablaban en árabe. Más tarde comprendí que yo estaba hablando
en egipcio antiguo.
-Efectivamente, ni todos lo esclavos del
imperio bastarían para construir una pirámide como ésta- contaba un hombre
calvo y alto con ropas de funcionario del imperio.
-Ya lo creo. El juicio de Imhotep se
estremecería al ver algo de este tamaño- opinaba un individuo obeso y de tes
clara-. Él seguramente habría destinado a esos hombres a combatir a los icsos.
-¡Por favor no me hables de esa manga de
agitadores! Es un problema más que solucionado. Las fronteras están más que
aseguradas. Ahora es ocasión de celebrar y disfrutar la velada.
Si la memoria no me fallaba, los icsos habían
arrasado con el imperio egipcio hacia miles de años. Era doblemente
sobrenatural que hablaran de ello en presente, y como un problema solucionado.
El ala de muerte y antigüedad que envolvía todo era palpable, y extrañamente
atrayente.
Mientras escuchaba la plática, me percaté de
algo: además de las pinturas del Faraón, estaban colgadas otras docenas de
cuadros vacíos, sin imagen alguna en su interior. Luego leí la leyenda debajo
de cada uno de ellos: sirviente. Y miré al joven de estatura baja y expresión
taciturna que me servía una copa de su bandeja.
-¿Y qué es eso que se habla entre los nobles
sobre una reforma religiosa?- preguntó el individuo obeso.
-Oh, sí. Eso… Nuestro poderoso Faraón y sumo
sacerdote se creo muchos problemas entre los demás gobernantes de Egipto. Fue
muy impopular su reforma religiosa. Muchos la tildarían de… aborrecible. Y es
que esos incultos del bajo pueblo aún no estaban listos para adorar al gran
dios Nyarlathotep.
Al escuchar este nombre, un escalofrío bajó por
mi espalda, calando en lo más hondo de mi espina. Sensación de desagrado que
luego fue substituida por el líquido que bajaba por mi esófago. Con una mueca
de repugnancia que no disimulé, retrocedí unos pasos y escupí parte del vino
que había ingerido. Miré la copa, y reconocí el inconfundible color y sabor de
la sangre.
Arrojé lejos el cáliz y miré a mí alrededor
buscando la salida. Para mi horror, la puerta estaba sellada. Sentí que la
habitación daba vueltas, un terror indescriptible se fue apoderando de mí ser.
Mi cabeza se llenó con las cada vez más agudas notas de los músicos. Me lancé
contra la fría pared y la arañé en un desesperado intento por abrirla. Volteé
mi cabeza, y al volver a contemplar la escena, por un segundo tuve la impresión
de que todos los asistentes, en lugar de egipcios con túnicas antiguas, eran
cadáveres putrefactos, esqueletos sujetados por telas y tendones petrificados
que compartían con unos indescriptibles monstruos con cabeza de perro, de
serpiente otros, e incluso de cocodrilo.
Me derrumbé contra la pared, llevé las manos a
mi rostro por unos instantes, y pasado ese tiempo abrí los ojos: todo seguía
tan normal como la primera imagen que tuve del lugar. Los mimos individuos y
los mismos sirvientes.
-¿Buscaba la salida?- sentí que me preguntaba alguien.
Al voltear la cabeza vi a un hombre negro,
calvo y con adornos reales en su pecho y muñecas, sentado en un trono de
piedra, no muy lejos de donde solía estar la salida. Junto a él, como si fuera
el gato más normal del mundo, reposaba una extraordinaria criatura: se trataba
de una esfinge, un ser con cuerpo de león, alas de águila, y un rostro
antropomórfico que, si bien estaba más emparentado con los felinos, trasmitía
con sus rasgos una feminidad bastante humana.
Me acerqué a quien al parecer ya reconocía:
-¿Usted es el…Faraón?- no sé como logré abrir
la boca con lo aterrado que estaba, pero logré articular esas palabras.
-Supongo que usted venía buscando algo más que
una copa de vino- me dijo con cierto tono de complicidad.
El hombre tenía una sonrisa amplia, pero el
resto de su rostro era bastante inexpresivo. A medida que hablaba acariciaba
constantemente a la criatura a su derecha, y a la vez me miraba fijamente, con
unos ojos más negros que cualquier otra noche que hubiese visto antes.
-Le impresiona mi mascota, por lo que veo. La
pobre no ha comido en mucho tiempo, sabe. ¿Ha oído alguna vez del mito de la
esfinge? Aquellos viajeros que atravesaran cierto valle prohibido, serían
abordados por ésta magnífica especie, e interrogados con un ancestral acertijo.
Si lo resolvían, la esfinge los dejaba pasar. De lo contrario… -un rugido de
placer emitido por su animal coincidió con sus palabras- su estómago dejaba de
rugir.
-… Por favor… déjeme ir.
De ahí en adelante que mis recuerdos son
borrosos. Claramente su respuesta fue negativa, a pesar de que no emitió
palabra alguna. Como en la más difusa de las pesadillas, todo se tornó oscuro.
Unas pocas antorchas pasaron a ser la única iluminación en la lúgubre fiesta.
Las sombras me envolvieron, e intimidantes
siluetas encapuchadas me llevaron a rastras a un lugar desconocido. Sentí que
caía por un pozo, pero en realidad descendíamos a lo más profundo de las
entrañas de la Gran Pirámide.
Al último nivel, donde existe una cámara prohibida y maldita, con un solitario
altar de piedra, y más cercana al infierno que a cualquier otro lugar. Y es
que, a diferencia de las demás pirámides, ésta no fue construida para que el
Faraón llegara a lo más alto del cielo.
Desde mi garganta se profirieron gritos
inhumanos y desesperados durante largas jornadas en las que estuve amarrado a
ese altar. Mis gritos continúan, a pesar de que ahora mi corazón reposa en una
vasija de oro, al igual que el resto de mis órganos vitales. Mi ka sigue
aferrado a estos despojos, pero no por mucho, pues aquí viene la consumación
final del ritual.
El cielo de la cámara de piedra se abrió. De
las oscuras bóvedas brotó una nube negra y todo el terror y abominación de un
universo desconocido. Antecedida por un olor nauseabundo e insoportable, una
masa negra-grisácea, de pliegues, apéndices y quejidos brotó de esas tinieblas.
Ya bien adentro de la cámara, y a unos pocos
metros de mi esqueleto, las fauces de un monstruo amorfo e indescriptible se
abrieron, dejando salir largos colmillos y tentáculos, además de un alarido
compuesto por las incontables almas de condenados lejanos en el tiempo y el
espacio, junto con las risas más demoníacas provenientes de regiones
desconocidas e insospechadas.
Sentí que el dios Anubis, embalsamador de
momias y seños de la ciudad de los muertos, se lamentaba por mi cruel destino
que escapaba al más duro de sus juicios. “Lamentarás haber irrumpido en la Fiesta de Nitokris” fue lo
que escuché resonar en mi cerebro.
Y comenzó la ceremonia. Mientras el inenarrable
rito se llevaba a cabo, miles de metros más arriba continuaba, como si nada, la
fiesta de los nobles y los súbditos, expectantes a que se sirviera el plato
principal.
El poderoso Nyarlathotep exige su sacrificio, y
los fieles súbditos el manjar que les garantizaba su vida eterna. No existe Ka
mejor nutrido que aquel que se alimenta de fluidos y restos humanos. Por más
que los hombres se hayan empeñado en borrar de toda memoria histórica al faraón
Nefre-ka, su culto sigue vivo. Al igual que sus ceremonias de Nitokris.
Y aunque vengan hordas de cientos de hombres armados
a saquear las riquezas de la pirámide, no podrán escapar a la maldición que les
espera. Pues los ejércitos oscuros del Faraón agarrarán las miles de lanzas,
arcos y espadas de oro que reposan junto a las vasijas de oro y joyas de la
pirámide, y ajusticiarán a todo el que ose entrar en esta región maldita de la
que no hay escapatoria.
Ya la libertad es algo inalcanzable para mí.
Entrecierro los ojos y comienzan mis pesadillas. Me veo entonces afuera, libre
y rodeado por el desierto y la oscuridad de la noche sin luna. Ya no hay valle,
ni pirámide. Las tormentas de arena la han cubierto por completo. Tampoco hay
camello, ni señal alguna que me oriente. Por más que intente llegar a algún
lado, no lo consigo. Ni siquiera de vuelta a las ruinas. Los vientos son lo
único que percibo y vago, perdido y desesperado, por un infinito cosmos de
arena y vacío. Esas son sólo mis pesadillas. Mi verdadero sufrimiento comienza
cuando abro los ojos y me enfrento al destino que me fue encomendado por los
dioses, en este mundo de pesadilla perdido en las arenas del Hadoth.
También disponible por partes en Chile del Terror:
http://chiledelterror.blogspot.com/search/label/diego%20escobedo
Al igual que Lovecraft con "Reanimator", tuve que alterar un poco la redacción para dividirlo en partes. Claro que con mejores resultados
en mi muy humilde opinion uno de los problemas es que lovecraft usaba comunmente personajes principales de una eminente formacion exploradores profesores universitarios y cientificos, hay que desarrollar mas los personajes pero tienes una buena historia :D suerte con eso
ResponderEliminarA ver, no lo he terminado de leer. Pero no sabía que no era de Lovecraft; pensé que era suyo. Tienes un estilo de narración muy similar, de verdad me encantó. Eres un genio.
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