Hace tiempo que ha estado aquí, desde que tengo
memoria. Encierra a toda el área nororiente de la ciudad, o quizás ellos nos
encerraron a nosotros, quién sabe.
Apenas puedo recordar algunas imágenes de mi
niñez, de antes de que lo construyeran. Fue en los tiempos en que empezó el
caos y los militares se tomaron las calles. Las sirenas y el ruido de las botas
y ametralladoras eran pan de cada día. Luego llegaron los soldados de afuera. Según
nos dijeron, el enemigo comenzó su arremetida desde adentro, infiltrado. Luego
vino la invasión desde afuera de nuestras fronteras. Fue todo muy confuso,
caótico, cuando un ejército era derrotado llegaba otro de afuera a hacerle
frente al ganador. La ciudad de Santiago era poco menos que un campo de
batalla. Ya ni sé quién ganó, y creo que eso es lo menos relevante a estas
alturas.
El toque de queda y el raciocinio de alimentos
se han mantenido desde entonces.
Es contra la ley asomarse demasiado al muro que
parte por la mitad a lo que alguna vez fue una plaza importante, y osar tocarlo,
aunque fuera con la punta de los dedos, era razón suficiente para que los
guardias te hicieran puré a balazos desde sus puestos de vigilancia arriba del
muro.
Algunos dicen que esto ya fue probado en otro
país, que los mismos que lo diseñaron allá ahora repitieron la experiencia
aquí. Otros dicen que es algo totalmente distinto, yo no sé a quién creerle.
No puedo evitar sentir curiosidad, por eso
siempre que tengo alguna excusa para acercarme a la frontera de la ciudad me
detengo unos minutos para admirar a una distancia prudente ese muro. Daría todo
lo que tengo por saber cómo es la vida del otro lado. Nos dicen que es otra
raza la que vive tras él, que son humanos distintos a nosotros, más altos,
caucásicos y rubios. Una raza que no debe entrar en contacto con nosotros
¿Vivirán enjaulados o nosotros seremos los enjaulados?
Podría estar haciéndome estas mismas preguntas
toda la vida.
Reúno agallas y camino unas calles hacia el
oeste. Cabeza gacha y eludiendo las patrullas logro infiltrarme en el cerro. Es
fácil esconderse entre sus ruinas. Según sé, antes era un hermoso castillo y
terrazas lo que conformaban. Se usó como fuerte por las tropas que decían
defendernos antes de quedar reducido a estos escombros.
Es sumamente peligroso subir, ya no por la
visibilidad, sino por su deplorable estado, pero luego de rasparme un poco
rodillas y codos logré llegar hasta la cima. Desde allí tengo una visión
panorámica de la ciudad. Distingo más hacia el oeste el palacio de gobierno. En
mal estado, como todo. Su color blanco ahora era un férreo gris que contagiaba
a todo en la ciudad. Casi al lado se encuentra la Gran Torre , esa que se
encarga de monitorear a todos los habitantes de la ciudad. El pilar que lo
sostiene es gris también, pero hacia arriba parece un árbol de navidad sobre
cargado de adornos. Está llena de antenas, pantallas, cables, cámaras y
transmisores. Sus docenas de antenas, de distinto tamaño cada una, se mueven
constantemente, recibiendo información de todas partes de la ciudad. Allí es
adonde va a parar la información que recolectan de cada uno de nosotros, ellos siguen
cada uno de nuestros movimientos, y en los edificios entorno a la torre la
procesan y archivan. Eso me recuerda que debo tener cuidado al descender y
eludir las cámaras que abundan al sur del cerro. Me será más seguro
escabullirme por la salida del norte, donde hay menos vigilancias.
Luego dirijo mi mirada hacia el este. Tras el
muro, distingo claramente el edificio de gobierno del oriente. Aquí lo apodamos
la Torre de
Babel, allá creo que le dicen Costanera Center. Tan alta es la estructura que
se pierde entre las nubes de smog. Algunos dicen que llega mucho más allá del
cielo, y que los orientales suben y bajan del espacio como si nada. Cuentos
ridículos, lo sé.
Más allá de eso, esta espesa neblina que
siempre nos envuelve no me deja distinguir más detalles del Santiago Oriente.
Aún tengo la esperanza de que algún día me
despertaré y el clima mejorara, este enrarecido y pesado aire se despejará y
podremos mirar al cielo de una vez por todas. Pero todas las mañanas es lo
mismo, el cielo esta cubierto de nubes, el smog lo inunda todo, y aunque no nos
llegue ningún rayo de sol, la atmósfera suele tornarse sofocante, como dentro
de un horno.
Y la rutina también es la misma, en la casa a
las nueve de la tarde y en el trabajo a las ocho de la mañana. A ningún otro
lugar se nos permite ir so pena de detención. Ningún cambio se percibe en el
ambiente, tal parece que seguiremos así por mucho tiempo más…
El río era la esperanza, la única que quedaba
en esta ciudad. Asqueroso y putrefacto, sus aguas unen a ambas ciudades, y lo
más importante, salía del valle.
Hace mucho, cuando era pequeño y mi padre aún
estaba con migo, él solía contarme historias de un lugar mejor, no muy lejos de
esta ciudad, hacia el sur.
Cuando desapareció, las historias del sur se
fueron con él. Eso fue por las mismas fechas en que salieron las leyes que nos
prohibían movernos del lugar donde habíamos nacido.
Un día tomé la determinación de hacerlo. Mi mayor
incentivo fue algo que descubrí en la rivera del río. Era un tubo, uno de buceo,
debió ser parte de un snorkel, pensé. Un juguete así solo podía provenir del
otro lado de la ciudad, porque en esta parte no se veían juguetes desde hacía
años. Lo dejé donde mismo, había muchas cámaras fuera de la rivera, y si me lo
llevaba a mi casa sería sospechoso. Pero tenía la certeza de que nadie vendría
a buscarlo.
Me serviría para mi excursión.
Una madrugada me desperté más temprano de lo
habitual, todavía no había luz. Salí de mi departamento sólo con un cuchillo de
cocina oculto en mis ropas. Evadí cautamente a las patrullas que aún rondaban
por las calles. Raudamente corrí hasta la orilla del río. Agarré el snorkel y
luego me refugié bajo el puente. El olor era mucho más insoportable allí, pero
había suficiente basura para hacer lo que tenía planeado.
Improvisé con chatarra, maderas y todo lo que
pude encontrar, una balsa que a lo lejos pasaba como otro cúmulo de basura más.
Mantuve unidas las piezas más grandes con algunos alambres y tiras de ropas que
recortaba con el cuchillo. La acerqué a la orilla y me introduje con mucho
cuidado dentro de ella, asegurándome de que sólo sobresaliera el tubo. Mis pies
aún sobresalían, con ellos arrastré lentamente la balsa hasta que el caudal del
río me llevó con él, luego hundí los pies en el agua para que estos no se
notaran desde la orilla.
El olor era nauseabundo, el excremento y la
orina se encontraban en mayor proporción que el agua. La peor parte fue que a
ratos el tubo se llenaba con esta y yo tragaba dicha agua.
Resistí todo lo que pude las ganas de vomitar.
Estuve un par de horas viajando de ese modo, luego levanté un poco la frazada
vieja que me cubría la cabeza y distinguí pocos edificios a mí alrededor.
“Bien, Jorge. Falta poco” me dije. Ya podría salir de la ciudad, finalmente
sería libre, vería el mundo que está más allá de este valle.
No obstante mi fuga se vio interrumpida cuando,
faltando poco para alcanzar mi meta, el sonido de las sirenas irrumpió desde
las pocas estructuras que se vislumbraban. ¿Cómo diablos lo habrán sabido? Sólo
me quedaba rezar hasta llegar, era cuestión de unos minutos más. No obstante,
me di cuenta de que todavía me quedaba otro obstáculo. En lugar de un río
abierto, a lo lejos se distinguía una represa. El agua iba a parar a una fosa
negra en la pared del dique donde era procesada. Temí que mi cuerpo fuera
molido, o algo peor si entraba en ella.
Me deshice de mi embarcación (No fue difícil,
gran parte se había deshecho a esas alturas) y nadé desesperadamente, con todas
mis fuerzas, hacia la orilla del río. A último minuto creí que mi cuerpo sería
tragado por la represa, pero por suerte mi pie se enredó en una alga bajo el
agua. Por unos instantes corrí el peligro de morir ahogado. No sé de donde
habré sacado fuerzas, porque para entonces mis pulmones estaban llenos de agua
contaminada, pero sin ninguna bocanada de oxígeno nadé hacia abajo y me agarré con
ambas manos de la raíz. No liberé mi pie, sino que la jalé y avancé hasta la
orilla trepando por ella con todas mis fuerzas hasta que logré tocar tierra con
la punta de mis dedos. Lo primero que hice fue sacar la cabeza y escupir toda
el agua que tenía dentro, hasta vomité un poco. Sin darle a mis pulmones
suficiente tiempo para reponerse asumí la tarea de liberar mi pierna. El tiempo
estaba en contra, pues ya sentía a las jepps-patrullas acercarse.
Saqué el cuchillo, tan apurado estaba que me
hice un corte en la mano derecha. Ignoré el dolor y procedí a cortar el alga.
Una vez que logré liberar mi pie di un salto y arrojé mi maltrecho cuerpo a
tierra. Recién allí me di cuenta que mi pierna estaba torcida y totalmente
adormecida. No le di importancia, dediqué esos escasos segundos a llenar mis
pulmones de aire.
Me levanté, miré a mí alrededor. Estaba rodeado
de cerros, me faltaba poco para salir del valle. La represa era mi único
obstáculo entre los dos cerros en los que me encontraba, pero no era muy alta, y
la podía escalar.
Las patrullas estaban cerca “¡González, te
tenemos rodeado, no intentes ningún tipo de resistencia!” oí que me gritaban
por un altavoz. Arrojé el ensangrentado cuchillo, no me serviría para pelear, y
comencé a correr. Estaba exhausto, pero ahora no podía parar.
A duras penas corrí como pude y escalé la
represa. El aire se me hacía poco, pero eso ya no sería por mucho tiempo,
pensé. Ahora respiraría aire de verdad, limpio y fresco, no como este airé que
nos mantiene lerdos, débiles e incapaces de hacer ejercicios, o hazañas de fuga
como la que estoy intentando ahora. Creo que fue esa idea la que me impulsaba a
esas alturas, no cabía otro pensamiento en mi cansada cabeza, ni siquiera el
preocuparme porque me dispararan por la espalda. Esa extraña, pero inagotable
ansia de libertad me llenaba.
Arriba era una superficie plana, sólo me
separaban unos metros del otro lado. La vista era borrosa, pero aún así
distinguí una tierra amplia y abierta iluminada por el sol.
Caminé los pasos que me separaban. Ya en la
orilla sería cuestión de saltar, y llegaré a la tierra donde al fin podré
respirar adentro y hondo. Donde no me importará estar solo, pues el recuerdo de
mi padre siempre me acompañará.
Pero no fue así. Cuando llegué a la orilla
extendí mi mano hacia las llanuras y me quedé helado con lo que había
descubierto.
No podía creer lo que había tocado. Literalmente
quedé petrificado, pero solo unos instantes, luego pateé, golpeé y golpeé con
mis puños y luego con todo mi cuerpo hasta que sentí que mis huesos crujían. Me
tiré al suelo completamente deshecho.
Llegaron los soldados con sus perros ladrando y
me rodearon. Yo estaba sollozando, casi en posición fetal, mojado, herido y
oliendo a inmundicias.
Ahora estoy donde se podrán imaginar. No
conozco la ubicación, pero sé que es un edificio grande y oscuro. La tortura no
ha incluido tantas palizas como esperaba, casi todo ha sido electricidad.
Siempre desnudo, y con cables conectados a distintas partes del cuerpo, me han
ido reduciendo, física, sicológica y emocionalmente. Me dicen que estoy
enfermo, y que esto es parte de la terapia para que me recupere “Terapia de
Shock” como le dicen ellos. Ya no me importa lo que hagan con migo, desde lo
ocurrido el día de mi intento de fuga que perdí toda gana de seguir con vida.
Me dicen que incluso eso era parte del tratamiento.
Por lo menos sé que no me van a matar, sería
mano de obra perdida. Por eso sólo los dejo insertar las ideas que ellos
quieran en mi cabeza. También me han borrado varias cosas, casi me siento como
un niño. Pero un recuerdo que nunca podrán borrar será el del descubrimiento
que hice, ese que comprendí allá arriba en la represa, cuando mi mano tocó la
fría y lisa superficie de cristal de una cúpula.
Una gigantesca cúpula.
De muros invisibles.
Allí comprendí que soy una rata de laboratorio
más, y toda esta ciudad no es más que un experimento. Mi único pesar es no
saber de quién.
Este cuento es una idea que me ha dado vueltas en la cabeza desde que vino Roger Waters con su concierto The Wall. Quería esperar a aprender a usar mejor el photoshop para desarrollar una imagen más convincente de Plaza Italia dividida a lo Berlín. Pero en vista de la muerte del gran Ray Bradbury, preferí aprovechar de sacarlo ahora que lloramos la muerte del escritor de una de las tres más grandes distopías, Farenheit 451.
Algunas alusiones a otras distopías, más un pequeño tributo a Los Prisioneros figuran en esta breve fantasía, poética y aterradora, satirizante y metafórica. Critíquenla, alábenla, repúdienla., soy todo oídos. Cualquier opinión se aprecia.
Este documental también me sirvió de inspiración, por cierto. La llamada "Doctrina de shock" derivada de los postulados del neoliberalismo de Friedman, que funciona de manera análoga a la terapia de shock, pero a escalas masivas. Véanlo, es muy recomendable:
Cuento también publicado en: http://chileniaucronica.blogspot.com/2012/08/el-muro.html
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