Puede que yo haya sido víctima de una elaborada
broma, y mi muerte haya sido en vano. Pero la evidencia me empuja a creer que,
sin darme cuenta, terminé atrapado en un inextricable laberinto onírico. Sea
cual sea la respuesta, lo hecho, hecho está, y no siento ningún remordimiento
por lo ocurrido.
Los hechos me remontan a esta mañana. Como
cualquier otra, me encontraba vagando desde madrugada (o desde el anochecer, no
hay forma de saberlo. Hace mucho que he asimilado la idea de que el tiempo es relativo,
y no he vuelto a frecuentar reloj alguno) en los interminables pasillos de la
gran Biblioteca Nacional.
Desde hace ya varios lustros que he rondado por
estos polvorientos pasillos, con sus estantes atestados a más no poder de los
volúmenes más antiquísimos y amarillentos que se puedan encontrar. Puede que el
tiempo siga avanzando allá afuera, en lo que a mí concierne, el tiempo que me
resta lo pasaré en estos parajes.
Al igual que el tiempo, he llegado a confundir
a estos páramos con los pasillos de una biblioteca mucho más ancestral, como
del siglo dieciocho, si no es que más antigua; hasta me he entregado a la idea,
en mis momentos de soberbia, que soy el amo y señor de la Biblioteca de Babel. Mi
propia persona ha llegado a confundirse con
esta atmósfera impregnada a pergaminos. La luz del sol me es extraña, y
no me imagino a mí mismo afrontando las maravillas deslumbrantes de la
modernidad que se agolpan allá afuera.
No obstante, tengo la vaga impresión de haber
tenido contacto con dicha modernidad. Mi litera, lo único parecido que tengo a
una habitación propia en este enmarañado edificio, se encuentra en el ala Este,
que es donde se almacenan los volúmenes más viejos, cuyo orden y secuenciación
están entre mis deberes.
Entre mis ensoñaciones recuerdo haber
despertado, sin consciencia de la hora, con mi pijama blanco y pulcro de
siempre, en una habitación más blanca y enceguecedora todavía. Las paredes eran
sobrias, pero quizás tapeadas con luces de neón, no recuerdo bien. El punto es,
que la habitación luminosa y elegante en la que me encontraba constituyó una
sorpresa ante la cual no supe cómo reaccionar. Lo último que retengo de esa
imagen, es a mí mismo, acostado, en una cama amplia y acolchonada, y
extendiendo la mano hacia el techo.
Puede que haya sido una broma de los jóvenes
del ala oeste, que es donde se encuentra la tecnología más moderna de la
biblioteca, como las cámaras frigoríficas donde se almacenan los libros que,
por su remota edad, demandan condiciones especiales para preservarlos.
Probablemente yo desperté allí. Seguido a eso
alguien habrá entrado a recibirme con una sonrisa burlona, o yo mismo habré
buscado la salida. La verdad es que no estoy seguro, he llegado a una edad en
la que los recuerdos me son difusos, y son pocas las certezas que retengo.
Quizás fue una broma de los bibliotecarios del
ala oeste, o tal vez habré tenido algún episodio con mi sensible salud que
requirió que me trasladaran a algún hospital, o simplemente lo habré soñado, la
verdad es que la cuestión no me inquieta. Es poco el tiempo que me queda, y no
lo pienso gastar preocupándome por asuntos mundanos.
Sólo he proseguido con mi labor de siempre,
entregado de lleno a mis tareas de bibliotecario, ordenando y ojeando estos
libros tan viejos como mi propia persona.
Procuro no asomarme a la Sección Prohibida.
Hace mucho que sus libros han sido retirados, se guardan en algún lugar
olvidado, la verdadera urgencia es que no me puedo acercar porque están
haciendo ampliaciones en ella. No tengo recuerdo de haber visto a los obreros,
lo que me confirma la sospecha de que he estado trabajando de noche todos estos
días (lo que es bastante factible. Debido a mí sordera tampoco los hubiera
escuchado trabajar durante el día, cuando duermo). Las construcciones en este
minuto han retirado la mayor parte del piso, de modo que es un gran abismo lo
que se extiende ante mí cada vez que entro. No hay electricidad en esta
sección, de modo que la oscuridad es casi total en el abismo, la impresión que
da es la de no tener fondo. Ya me ha pasado, que en las noches (¿o días?) de
insomnio, o simplemente por despistado, he abierto la puerta que comunica al
agujero. Una ráfaga de adrenalina me sacude los brazos, que se aferran como
pueden al pórtico de la puerta, en cuanto me sorprende el enigmático e
insondable abismo. La cara que debo haber puesto de seguro les hubiera provocad
risa a mis colegas del ala oeste.
Uno de estos días caeré sin darme cuenta,
pienso.
Sea como sea, dicha mañana me dirigía como
siempre a mi escritorio. En torno a este se erguían altas pilas de libros.
Alumbrado por una lámpara a gas, a la usanza de los eruditos más arcaicos,
revuelvo los papeles y leo las órdenes del día. Me sorprenden con una petición
poco ortodoxa: archivar estos libros de la Sección Prohibida.
La nota en cuestión hacía referencia a la pila principal que se encontraba a mi
izquierda.
Limpié mis lentes y me dispuse a identificar
los textos. Esperaba encontrar material pornográfico o ideológicamente
reprochable, pero en su lugar fueron los siguientes títulos los que tuve entre
mis manos: El Necronomicón, la Enciclopedia de Tlön y Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, por Emmanuel
Goldstein.
Esto es una broma, fue mi primera impresión.
Una broma de un humor muy bibliotecario. Todos eran libros que conocía, porque
eran ficticios. Mencionados por sus autores dentro del universo de sus obras,
también ficticias. Para corroborarlo, me dispuse a ojear dichos libros. Los
datos de la editorial estaban en completo orden, eran un ejemplo perfecto de material
bibliográfico. No había introducción, ni derechos de autor prestados, ni nada
que delatara que estaban basados en libros ficticios de otras obras.
El detalle que incluía cada uno era asombroso,
nada indicaba que fueran falseados.
Era una broma muy elaborada, pero seguí viendo
los títulos del la pila, y todos eran tan ficticios como verídicos.
Dicha contradicción no tardó en turbarme la
paciencia, y me asomé a las demás pilas de libros. Luego a los estantes. Luego
recorrí, casi como un energúmeno, mis silenciosos e inmemoriales pasillos
sacando de estantes al azar copias de libros. Todos los que fui sacando eran
ficticios, Axaxaxas mlö, La langosta se
ha posado y Los cuentos de beedle
el bardo.
No tardé en convencerme de una irrefutable
verdad: todos los libros de esta Biblioteca Nacional, o por lo menos de esta
sección, la más antigua del edificio, eran falsos.
Revuelvo en mi memoria y me doy cuenta que he
vagado todos estos lustros entre mundos espejos, de ilusiones reflejadas por
estos polvorientos textos, derivados de quién sabe que otra ilusión.
Nadie se daría tantas molestias en haberle
gastado una broma así a este viejo. Y ahora caigo en la cuenta de que nadie
constituye rostro humano alguno que retenga entre mis vanas impresiones de
recuerdos. Toda la vida a la que puedo acceder ha sido más bien, con la
dinámica del más natural de los sueños.
Estoy soñando, y esta biblioteca, con todos sus
volúmenes, son producto de mi imaginación. Con toda la naturalidad del mundo me
dirigí a la Sección Prohibida.
Durante el camino no tuve ni el más mínimo miedo. No voy a morir, voy a
despertar. Y esta es la única forma que se me ocurre para despertar. Abro la
puerta. Una ráfaga de aire frío me recibe. Se me entumece la nariz. No estoy
más de unos breves instantes presenciando el vacío antes de saltar.
Todo lo envuelven las tinieblas. Antes de que
se disuelva mi memoria en estas sombras, ruego a la eternidad porque haya sido
la decisión correcta. Que no haya saltado hacia la nada.
Lo último que asoma a esta consciencia que se
disuelve, es una imagen de mí mismo, quizás de un recuerdo auténtico. En él, abro
los ojos en una habitación blanquecina, fría, y elegante. Sigo rodeado de mis
libros, y no quiero salir. Necesito del frío y de mis libros para sobrevivir. Esta
vez tengo la certeza de que nunca saldré de aquí.
Este pequeño cuento lo escribí como un homenaje personal a la obra de Borges, y un poco a la de H.P. Lovecraft. El espíritu de incansables bibliotecarios plasmado en estas palabras. Disfrútenlo.
Este pequeño cuento lo escribí como un homenaje personal a la obra de Borges, y un poco a la de H.P. Lovecraft. El espíritu de incansables bibliotecarios plasmado en estas palabras. Disfrútenlo.
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