El irreverente
Tarantino se caracteriza por su peculiar estilo de cine. Sin más estudios del
séptimo arte que su paso por un Blockbuster
y su formación autodidacta, sus películas a primera vista pueden parecer un
pastiche aficionado de cowboys, samuráis y mafiosos, siempre con la violencia
como denominador común.
Así, entre los géneros
que más obsesionan a Tarantino encontramos el Grindhouse, Kung-fu y los
Spaghetti-Westerns. Los cuales, mezcla, parodia y reamolda en cada cinta. O
como resumiría magistralmente el guionista Andrés Kalawski: “A Tarantino le
gusta el leseo”.
Tanto su estilo como
sus diálogos tienden a salirse de los cánones de agilidad y economía del
lenguaje al que nos han acostumbrado los estándares hollywoodenses. Y es que la
intención de Tarantino nunca ha sido la de apegarse a las reglas: gustoso de
diálogos redundantes, y reiterativos, le gusta dejar a sus personajes hablar.
Aunque muchas veces la palabra nigga
y las conjugaciones del verbo fuck delinean
historias y epítetos bastante racistas, además de constituirse en sí en
recursos bastante chabacanos para atraer la atención de los grandes públicos,
el resultado final no deja de ser atrayente (excesiva y persuasivamente
violento según algunos), para críticos y público masivo.
Pero sus películas van
más allá del mero pastiche de cultura pop (como su aclamada Pulp Fiction).
Consciente o inconscientemente, el cineasta de prominente mentón nos entrega
también algunas imágenes bastante shakespereanas en sus largometrajes.