Puede que yo haya sido víctima de una elaborada
broma, y mi muerte haya sido en vano. Pero la evidencia me empuja a creer que,
sin darme cuenta, terminé atrapado en un inextricable laberinto onírico. Sea
cual sea la respuesta, lo hecho, hecho está, y no siento ningún remordimiento
por lo ocurrido.
Los hechos me remontan a esta mañana. Como
cualquier otra, me encontraba vagando desde madrugada (o desde el anochecer, no
hay forma de saberlo. Hace mucho que he asimilado la idea de que el tiempo es relativo,
y no he vuelto a frecuentar reloj alguno) en los interminables pasillos de la
gran Biblioteca Nacional.
Desde hace ya varios lustros que he rondado por
estos polvorientos pasillos, con sus estantes atestados a más no poder de los
volúmenes más antiquísimos y amarillentos que se puedan encontrar. Puede que el
tiempo siga avanzando allá afuera, en lo que a mí concierne, el tiempo que me
resta lo pasaré en estos parajes.